MEMORIAS DEL MANATI
CON LOS OJOS PARA SIEMPRE ABIERTOS
Nunca hasta ese día supimos acerca de ella, sólo algunos como Lázaro, el decrépito predicador, que, no sabemos cómo, diablos, ha regresado de entre sus brazos, éste refiere que ella es una mujer alta, delgada, muy fría y viste siempre de negro. La verdad, nunca en el Pueblo había rondado las casas en busca de alguien, ni siquiera había asaltado a alguno por los caminos oscuros, nadie había visto el color de sus ojos, ni su sombra recostada en los muros caminando en el aire. Hasta que una mañana la campana mayor de la iglesia del Padre Raúl dio el aviso que alguien del Pueblo se había topado cara a cara con ella. ¿Cara a cara con ella? Dios del cielo, corrimos, como perros endemoniados , a ver quién de todos había sido, queríamos que nos cuente de qué color eran sus ojos, si en verdad era mujer y vestía completamente de negro. Para sorpresa de todos, Doña Flora era la que se había topado con ésta. ¿Cómo? La encontraron boca arriba, con los ojos abiertos, mirando al techo, y sin vida. Sí, carito le había costado el atrevimiento, pero Flora no hizo gestos ni muecas ridículas a la hora de su muerte, estaba bien limpia y vestida de blanco, como si la hubiese estado esperando hasta el alba, desde hacía años, días antes de su muerte, le había jurado al Padre Raúl que ésta desde hacía mucho tiempo le andaba husmeando los talones y que, eso sí en el momento menos pensado, la traicionera le plantaría las uñas a mansalva. Había oído por boca de forasteros, que andaban de paso por el Pueblo, que muchas de su generación ya habían muerto de muerte violenta con las escenas más grotescas de la muerte en sus rostros. Para ésta no hay decoro, ella llega y fulmina, pisa y ni cenizas deja. Por eso, como si el reloj natural de su organismo decrépito ya le anunciaba su hora, se afanaba cada noche en ponerse ruleros, bañarse en incienso y decirle a las viejas chismosas del Pueblo.
Cuando llegue la hora no correré, antes que ella me sorprenda yo quiero sorprenderla mirándole fijo a los ojos y, en ese instante, juro que le increparé en la cara todos sus abusos y le escupiré mi rabia guardada por años _ saboreaba con ensaña una a una sus palabras_ ¿Sabes?, siempre sentí curiosidad por saber el color de sus ojos, siempre quise verle como nos mira antes de hundirnos su helada guadaña. Nunca me encontrará, la maldita, ni desaliñada, ni desnuda. ¡Nunca!
Había oído hasta el hartazgo que ella era inclemente y se regodeaba en el dolor de los deudos, porque se llevaba a cualquiera, que cuando le daba el capricho de llevarse a medio mundo así lo hacía, y nada, ni nadie, podía impedirlo , le habían dicho que cuando llegue a la edad de Cristo que se cuide la espalda, porque en el momento menos pensado, ¡Fuá!, ésta la tumbaba y ahí sí no había quién la salve, porque, eso sí, Flora, tarde o temprano ésta te alcanza y ahí sí hasta nunca. Desde entonces, empezó a dormir muy poco, el tiempo del reloj la era insuficiente, por qué, diablos, el día no dura 12 horas no más, se decía levantándose de madrugada a ver si habían pasos sin sombras rondando su cama, encendía las luces y quemaba incienso para ahuyentarla un poco, si es que por ahí andaba, pero recordaba que la muerte era la muerte y ésta no se casaba con nadie. Entonces, tomó otra actitud, mucha más digna, se peinaba despacio su negra melena con el canto del gallo, esperando despierta que le asalte de una vez por todas, la parca. Y, sí, Dios, así la encontró, acicalando con el cepillo sus negros cabellos y dibujándole en sus labios la ironía de una sonrisa.
Recién ese día conocimos de cerca el pálido rostro de la muerte y el color fúnebre de sus ojos. Es decir, nunca supimos si es hombre o mujer, ni el color de su atuendo, ni el de sus ojos, sólo los estragos que deja a su paso. Las casas y calles del Pueblo se vistieron de luto. El viento empezó a aullar como un perro, a rasgar su ventana y a golpear como un loco las calaminas del techo, la velaron en su casa, metida en una caja larga, entre dos enormes candelabros de palta y una plétora de flores e inciensos, en el mismo lugar donde osó esperar a su muerte y con los mismos trapos con que la recibió a esas horas, sentados en un rincón, aún temblando de miedo, oímos la cháchara de los viejos acerca del ensañamiento enfermizo por parte de la parca, sí, dijeron que la maldita pelona no iba a parar la mano hasta llevarse con ella por lo menos a dos más, y sentimos, Dios, un estremecimiento aterrador correteando por todo nuestro cuerpo, quiénes serán, Dios, los dos siguientes, a quiénes más ya les había puesto la puntería, nos preguntábamos mientras recorríamos con la vista uno por uno los pálidos rostros de los presentes y todos, sin excepción nos parecían posibles candidatos, aunque eran dos los que presentaban los ojos plomizos, señal de que las ventanas del alma se les estaba cerrando.
Dos semanas después, no nos habíamos equivocado, se fueron el viejo Fornaro y la abuela Gertrudis, raudos, como vientos esquivos, partieron de pronto, no tuvieron tiempo ni de peinarse; entonces, como cuchillada se nos vino un pensamiento, recordamos el palique de los viejos el día del velorio de Doña Flora. Y sí, era cierto. La muerte cuando viene no se va hasta llevarse por lo menos tres, luego se larga hasta el momento en que le dé la gana de volver.
Desde entonces, sabemos que no tenemos la vida comprada, que en cualquier instante, a la sola señal de su dedo, también nos vamos, que cuando ella se ensaña con alguien nada, ni nadie, podrá evitarlo, ella es ineludible e inexorable, sólo algunos como la vieja Flora has podido verle a los ojos, increparle sus abusos y escupirle su rabia, pero no ha vivido mucho para contarnos de qué color los tiene, por eso hemos decidido tocar la puerta de su casa, hablar con Rouss y decirle de una buena vez que nosotros somos los moscardones insomnes que dan vueltas por el Pueblo en busca de su amor, por eso, si es preciso, de rodillas, Dios, le suplicaremos uno sólo de sus besos y que de una vez por todas , si tú quieres, que venga la muerte y nos lleve con ella, pero si no nos da el santo óleo de su bendito ósculo, entonces dile a la muerte, tu vieja compinche, que no dilate más nuestra vana existencia. Al final, vivir sin ella es como estar muerto, para qué entonces queremos la vida, si lejos de ella no tiene ningún sentido.
Rouss, la muerte se viste de seda y sabemos que os ronda muy cerca, hemos sentido un frío resuelto en la espalda, ¿será ella? La imagen del color de nuestros ojos que refleja el espejo es plomo ¿Acaso ya nos habrá llagado la hora? Ojalá que no. Por eso, Rouss, no esperes que estemos como doña Flora par que recién corras a darnos un beso, porque ya muertos no te veremos ni así tengamos los ojos para siempre abiertos.
El Manatí.
CON LOS OJOS PARA SIEMPRE ABIERTOS
Nunca hasta ese día supimos acerca de ella, sólo algunos como Lázaro, el decrépito predicador, que, no sabemos cómo, diablos, ha regresado de entre sus brazos, éste refiere que ella es una mujer alta, delgada, muy fría y viste siempre de negro. La verdad, nunca en el Pueblo había rondado las casas en busca de alguien, ni siquiera había asaltado a alguno por los caminos oscuros, nadie había visto el color de sus ojos, ni su sombra recostada en los muros caminando en el aire. Hasta que una mañana la campana mayor de la iglesia del Padre Raúl dio el aviso que alguien del Pueblo se había topado cara a cara con ella. ¿Cara a cara con ella? Dios del cielo, corrimos, como perros endemoniados , a ver quién de todos había sido, queríamos que nos cuente de qué color eran sus ojos, si en verdad era mujer y vestía completamente de negro. Para sorpresa de todos, Doña Flora era la que se había topado con ésta. ¿Cómo? La encontraron boca arriba, con los ojos abiertos, mirando al techo, y sin vida. Sí, carito le había costado el atrevimiento, pero Flora no hizo gestos ni muecas ridículas a la hora de su muerte, estaba bien limpia y vestida de blanco, como si la hubiese estado esperando hasta el alba, desde hacía años, días antes de su muerte, le había jurado al Padre Raúl que ésta desde hacía mucho tiempo le andaba husmeando los talones y que, eso sí en el momento menos pensado, la traicionera le plantaría las uñas a mansalva. Había oído por boca de forasteros, que andaban de paso por el Pueblo, que muchas de su generación ya habían muerto de muerte violenta con las escenas más grotescas de la muerte en sus rostros. Para ésta no hay decoro, ella llega y fulmina, pisa y ni cenizas deja. Por eso, como si el reloj natural de su organismo decrépito ya le anunciaba su hora, se afanaba cada noche en ponerse ruleros, bañarse en incienso y decirle a las viejas chismosas del Pueblo.
Cuando llegue la hora no correré, antes que ella me sorprenda yo quiero sorprenderla mirándole fijo a los ojos y, en ese instante, juro que le increparé en la cara todos sus abusos y le escupiré mi rabia guardada por años _ saboreaba con ensaña una a una sus palabras_ ¿Sabes?, siempre sentí curiosidad por saber el color de sus ojos, siempre quise verle como nos mira antes de hundirnos su helada guadaña. Nunca me encontrará, la maldita, ni desaliñada, ni desnuda. ¡Nunca!
Había oído hasta el hartazgo que ella era inclemente y se regodeaba en el dolor de los deudos, porque se llevaba a cualquiera, que cuando le daba el capricho de llevarse a medio mundo así lo hacía, y nada, ni nadie, podía impedirlo , le habían dicho que cuando llegue a la edad de Cristo que se cuide la espalda, porque en el momento menos pensado, ¡Fuá!, ésta la tumbaba y ahí sí no había quién la salve, porque, eso sí, Flora, tarde o temprano ésta te alcanza y ahí sí hasta nunca. Desde entonces, empezó a dormir muy poco, el tiempo del reloj la era insuficiente, por qué, diablos, el día no dura 12 horas no más, se decía levantándose de madrugada a ver si habían pasos sin sombras rondando su cama, encendía las luces y quemaba incienso para ahuyentarla un poco, si es que por ahí andaba, pero recordaba que la muerte era la muerte y ésta no se casaba con nadie. Entonces, tomó otra actitud, mucha más digna, se peinaba despacio su negra melena con el canto del gallo, esperando despierta que le asalte de una vez por todas, la parca. Y, sí, Dios, así la encontró, acicalando con el cepillo sus negros cabellos y dibujándole en sus labios la ironía de una sonrisa.
Recién ese día conocimos de cerca el pálido rostro de la muerte y el color fúnebre de sus ojos. Es decir, nunca supimos si es hombre o mujer, ni el color de su atuendo, ni el de sus ojos, sólo los estragos que deja a su paso. Las casas y calles del Pueblo se vistieron de luto. El viento empezó a aullar como un perro, a rasgar su ventana y a golpear como un loco las calaminas del techo, la velaron en su casa, metida en una caja larga, entre dos enormes candelabros de palta y una plétora de flores e inciensos, en el mismo lugar donde osó esperar a su muerte y con los mismos trapos con que la recibió a esas horas, sentados en un rincón, aún temblando de miedo, oímos la cháchara de los viejos acerca del ensañamiento enfermizo por parte de la parca, sí, dijeron que la maldita pelona no iba a parar la mano hasta llevarse con ella por lo menos a dos más, y sentimos, Dios, un estremecimiento aterrador correteando por todo nuestro cuerpo, quiénes serán, Dios, los dos siguientes, a quiénes más ya les había puesto la puntería, nos preguntábamos mientras recorríamos con la vista uno por uno los pálidos rostros de los presentes y todos, sin excepción nos parecían posibles candidatos, aunque eran dos los que presentaban los ojos plomizos, señal de que las ventanas del alma se les estaba cerrando.
Dos semanas después, no nos habíamos equivocado, se fueron el viejo Fornaro y la abuela Gertrudis, raudos, como vientos esquivos, partieron de pronto, no tuvieron tiempo ni de peinarse; entonces, como cuchillada se nos vino un pensamiento, recordamos el palique de los viejos el día del velorio de Doña Flora. Y sí, era cierto. La muerte cuando viene no se va hasta llevarse por lo menos tres, luego se larga hasta el momento en que le dé la gana de volver.
Desde entonces, sabemos que no tenemos la vida comprada, que en cualquier instante, a la sola señal de su dedo, también nos vamos, que cuando ella se ensaña con alguien nada, ni nadie, podrá evitarlo, ella es ineludible e inexorable, sólo algunos como la vieja Flora has podido verle a los ojos, increparle sus abusos y escupirle su rabia, pero no ha vivido mucho para contarnos de qué color los tiene, por eso hemos decidido tocar la puerta de su casa, hablar con Rouss y decirle de una buena vez que nosotros somos los moscardones insomnes que dan vueltas por el Pueblo en busca de su amor, por eso, si es preciso, de rodillas, Dios, le suplicaremos uno sólo de sus besos y que de una vez por todas , si tú quieres, que venga la muerte y nos lleve con ella, pero si no nos da el santo óleo de su bendito ósculo, entonces dile a la muerte, tu vieja compinche, que no dilate más nuestra vana existencia. Al final, vivir sin ella es como estar muerto, para qué entonces queremos la vida, si lejos de ella no tiene ningún sentido.
Rouss, la muerte se viste de seda y sabemos que os ronda muy cerca, hemos sentido un frío resuelto en la espalda, ¿será ella? La imagen del color de nuestros ojos que refleja el espejo es plomo ¿Acaso ya nos habrá llagado la hora? Ojalá que no. Por eso, Rouss, no esperes que estemos como doña Flora par que recién corras a darnos un beso, porque ya muertos no te veremos ni así tengamos los ojos para siempre abiertos.
El Manatí.
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