domingo, septiembre 09, 2007

TODAS LAS OVEJAS SON NEGRAS

MEMORIAS DEL MANATI

TODAS LAS OVEJAS SON NEGRAS





Habíamos estado tan preocupados por conquistar el corazón de Rouss que nos habíamos olvidado por completo de Dios. Para nosotros no había más cielo que sus brazos, ni mayor infierno que el dolor de su desamor. Pero habíamos jurado que esta vez sería la última, que otra más ya no nos lo haría, pero nos lo hizo. Entonces, con las orejas caídas y el rabo entre las piernas, arrepentidos de nuestro profano amor, volvimos a la iglesia del Padre Raúl. Desde entonces, para los ojos de los del pueblo, éramos las ovejas negras que volvían al redil.
Ese domingo de nuestro regreso, las oxidadas campanas de la iglesia tañeron como nunca y, como nunca, sentimos la paz del espíritu de Dios correteando, como riachuelo de pétalos frescos en nuestro pecho, pero el murmullo de las viejas chismosas del pueblo lo estropearon todo y el espíritu de Dios, en un cinco, se hizo humo. Las viejas arpías nos miraron de pies a cabeza, luego hicieron una mueca de desagrado y, por último, rajaron de nosotros. Las orejas nos ardían, tanto que un poco más y empezaban a prenderse una por una, sí, es que las viejas murmuradoras estaban acostumbradas a hacer leña del árbol caído. Entonces decidimos que no, Dios, aún no estábamos dispuestos a ser los mansos corderos y a dar la otra mejilla. Jamás. Era la hora de nuestra venganza, era la hora del ojo por ojo y diente por diente, sí, así lo establecía el Señor desde siempre y así tenía que ser; pero, mientras mordíamos la rabia y echábamos humo bajo el dintel de la puerta, los ojos del Padre Raúl brillaron de alegría al vernos de vuelta a casa y sentimos su cálida mirada deshaciendo el hielo letal de nuestro pecho y, de repente, el riachuelo de la paz volvía a corretear por nuestro cuerpo.
Sí, esa mañana, “Perro flaco”, clarito, dijo que vio al espíritu del Señor rondando, como un moscardón, por el púlpito, yo lo vi, dijo ufanándose de su suerte; pero, en realidad, no había sido el único, todos en la calle pudieron verlo. Sí, toditos vieron cómo las palomas, que se habían ido del Pueblo desde hacía años, presurosas volvieron a posarse en los mismos balcones y aleros de los tejados, las abejas, a las flores y a la mañana gris a pintarse de azul con ralos nubarrones. Sí, todos vieron la mano de Dios posándose en cada una de las cosas y los seres de este Pueblo. Todos, hasta nosotros, las ovejas negras que volvían al redil, lo veíamos. Y, de repente, unas lagrimillas de arrepentimiento timoratas asomaron de pronto a nuestras cuencas. Llorábamos, Dios, aunque le echábamos la culpa al viento que nos había arañado la mirada. “Llorar hace bien al corazón y lava las suciedades del alma”, había dicho el Padre Raúl en su homilía, y era cierto, llorábamos y veíamos que nuestras lágrimas salían cada vez más limpias, casi transparentes; los ojos de roedor del “Hormiguero” Juan Fallopio se humedecieron y su desaforada nariz empezó a hacer escándalo, en plena misa, al sonársela con una sábana de dos plazas, “Perro flaco” y el “Pájaro” restregaban con saña sus pupilas enrojecidas. Sí, los sátrapas, arrepentidos, se ahogaban de dolor en sus propias lágrimas.
De pronto, justo cuando íbamos con el Padre Raúl a confesar a calzón quitado nuestra idolatría por Rouss, apareció el monaguillo, apurado. Acicalándose la túnica. Y al verlo bien, nuestros ojos se percataron que no era el monaguillo de siempre. Sí, abrimos bien los ojos y, éstos, por poco y se salen de sus órbitas. Era Ullon, el puerco blanco, sí, el salaz perseguidor de Rouss, que fungía ahora de monaguillo del Señor.
Entonces, entendimos que todas las ovejas son negras por dentro, y que el blanco es el color que se ensucia más que cualquiera. Decepcionados por el fiasco, salimos de ahí hechos unos demonios. No podíamos creerlo.
_ Esta bien eso de que Dios ama al pecador y aborrece el pecado, pero esto ya era demasiado _ protestamos.
“Dios está en todas partes, no sólo en la casa del Padre Raúl”, concluimos, y nos largamos de allí sacudiendo el polvo de nuestros zapatos.



II




Tres días después, aún masticábamos nuestra rabia. Había lobos disfrazados de ovejas, falsos profetas como el cerdo monaguillo del Pueblo. Había de todo en el redil del Señor, pero esto era demasiado. Los cielos, como nuestros ojos, también lloraban. Y aunque la lluvia solía siempre traernos un olor a adobe y a boñiga, esta vez nos traía un olor a pan y a leña. Nos revolcábamos refunfuñando en el lodo, porque llovía sobre mojado y ahora sabíamos que el blanco era el color más sucio de todos. Teníamos el alma hecha jirones, es cierto, pero, también, chapoteábamos en los charcos, felices, pronunciando su nombre que nos sabía, a pesar de todo, a pétalos y a rosas. Y, de repente, Dios santo, un tropel de mariposas colmó la tarde.
_ ¡Rouss! ¡Rouss! _ gritamos hasta la lágrima, como locos ebrios de amor, correteando a las mariposas por el maizal como si fuese Rouss.
Jamás habíamos sentido, como ese día, lo que era el olor del sándalo bajo la lluvia. Ni siquiera la enorme nariz sabuesa de Juan Fallopio supo a plenitud lo que era eso. Jamás habíamos visto la tarde ojerosa repleta de mariposas hasta el ocaso. Y entendimos al respirar su olor en la lluvia que ella era la criatura más hermosa que la mariposa y la flor, y que cada vez que la viéramos transitar por las calles empedradas del Pueblo desperdigando a su paso su olor a sándalo, nos recordaríamos del creador, desde entonces, desde que entendimos eso, el mundo dejó de olernos a tierra y a heno, sí, el mundo, desde entonces, sólo nos olía a sándalo y a Rouss. Con ella ahora todo volvía a tener sentido, hasta Dios.
Ese mismo día, por la noche, estábamos al acecho, trepados en los árboles contiguos a su alcoba, escondidos bajo el alfeizar de su casa y vestidos hasta el ridículo con todo tipo de camuflajes absurdos esperando a que su puerta se abriera y, aunque sea, sentir a lo lejos como sale raudo con el viento su olor, ahí estábamos, empapados todavía, pero seguros de que en el momento menos pensado ella correría la aldaba y caería en las trampas del amor, sí, ahí estábamos, arrellanados, lamiendo uno a uno los remilgos de nuestro corazón, deshaciéndonos en suspiros, pero pacientes como viejos buitres de amor. Hasta Ullon, el que fungía de monaguillo del Señor por las mañanas, esperaba a Rouss o el sándalo de su olor emanando por las ranuras de su portón. (Habíamos entendido que por el amor de Rouss uno era capaz de cualquier cosa, hasta de disfrazarse de oveja, de lobo o de pastor.)
De repente, el cerdo sintió una corazonada:
_ Esta noche haremos tripas el corazón _ pensó en voz alta el salaz, que todos, tragándose un bolo de miedo, lo escuchamos consternados por ese augurio. Y buscamos el sortilegio de un amuleto en contra de su mal augurio: Una patita izquierda de conejo negro, trece huairuros del tamaño de un ojo completamente rojo y la mediecita de Ullon, cuando éste apenas era un lechón blanco, salpicada aún de moscas disecadas, eran los objetos que salvaguardaban nuestro amor. Pero, deseábamos que el “monaguillo” hable más en voz alta de sus premoniciones, así es que nos acercamos a él, pero el cerdo al vernos, se desapareció raudo como un rayo. Sólo vimos su sombra escabulléndose como una rata gorda bajo los eucaliptos. El “Hormiguero”, incrédulo, olfateó al aire húmedo de la noche y no sintió rezagos de ninguna desgracia. Entonces comprendimos que el cerdo se había equivocado otra vez y, por prestar oídos a sus palabras, otra vez hacíamos el ridículo cargando en el cuello amuletos de chamán. De repente, si el río suena es porque piedras trae, habló el “Mucharisa”; después, el “Pájaro” puso las manos al fuego por los benditos pálpitos de Ullon y Perro flaco” dijo creer esta vez sí en el puerco ausente. Así es que cargamos con los amuletos en el cuello toda la noche, cuidando que, en venganza, la desgracia tome por asalto la casa de Rouss o que, traicionera como suele ser, nos sorprenda por la espalda con sus garras; luego, entre bostezos y media noche, decidimos a pesar de la garúa sahumar con incienso su casa y, no tranquilos con eso, resolvimos ser sus perros guardianes hasta la aurora, pero los párpados se nos caían, y se nos estaban cayendo, se nos iban cayendo, se nos caían, se nos cayeron, sí, se nos cayeron y, clarito, sentimos unos labios fríos humedeciendo nuestras mejillas, sí, besos húmedos en nuestras cansadas y áridas bocas, sí, besos suaves y fríos, Dios, y oímos entre sueños su quejido de niña como aullido en los oídos, sí, se quejaba, Dios, sí, nuestro corazón nos decía que era ella, sí, era ella, ella, ella, pero nos rehusábamos a abrir los ojos por temor a que ella huyera. De repente, su quejido se escuchó como un tierno ladrido, luego dos, tres y, por último, abrimos los ojos…y eran unos asquerosos perros que nos habían estado besando la boca toda la noche con sus fríos hocicos.

Esa misma noche, avergonzados, nos despojábamos de nuestros absurdos camuflajes, limpiándonos las babas de los perros en la fuente del parque y lanzábamos lejos migajas de pan para que éstos se largaran de nuestro lado; Rouss nos había visto tras su cristal, peleándonos por su amor, como esos perros que acabábamos de largar. Pero ella nunca se atrevió a lanzarnos por su ventana las migajas de su cariño, los mendrugos de su amor. ¿Por qué, por qué es así, Dios? Nos hemos preguntado infinitas veces e infinitas veces nos hemos quedado masticando esa pregunta con nuestras lágrimas. O es que acaso, Dios, como las ovejas blancas de tu redil, algo negro y oscuro esconde por dentro que no quiere mostrarnos por temor a que nos larguemos de su lado, como los perros se largaron del nuestro después del pan. O es que..., la verdad, ya no sabemos que pensar, Dios. De lo que sí estamos seguros es que todas las ovejas son negras, aunque sean blancas por fuera, incluso, creemos que hasta Rouss es así, pero eso no nos importa, porque ahora sabemos que no sólo es su cara bonita lo que nos aloca, sino esa misteriosa oscuridad que guarda en su alma y que nos tiene de hinojos condenados a adorarla en el altar espinado de nuestro corazón, sí, para nosotros, Dios, ella es bella y oscura como son de bellas y oscuras para los astronautas todas las noches de tu estrellada eternidad.

El Manatí.

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