MEMORIAS DEL MANATI
LA PESTE DEL INSOMNIO
El Manatí
LA PESTE DEL INSOMNIO
Nos habíamos preparado tanto para esa fecha, Dios, que la noche anterior, de pura angustia, nadie pudo pegar los ojos. Al día siguiente, un alboroto de plumas y cacareos nos despertaron de golpe con los ojos rojos del insomnio y el aliento de pichi de gato en cada saludo. Y, tal como nos habíamos levantado, así subimos al bus, “las chicas, Señor, jamás deben saber el olor de nuestros bocas por las mañanas al levantarnos”, pensamos. Entonces, desesperados, buscamos la solución inmediata: todos los hombres no hablaríamos hasta llegar a nuestro destino y, una vez allí, hacer una colecta para la compra inminente del dentífrico más poderoso y el colirio más eficaz y así acabar, de una vez por todas, con los fantasmas del mal aliento y la peste del insomnio. Conscientes de lo que significaba el vaho del mal aliento que ya empezaba a empañar los cristales del bus, nos sometimos durante todo el viaje a un silencio total, nadie debería hablar, sí, así lo acordamos (pero más que un acuerdo, yo creo, fue por pura precaución. Y era lógico, tener a “Pegajoso” entre nosotros era pensar seriamente en la posibilidad de que si, por algún motivo ajeno a su voluntad, se le escapase sólo un bostezo, ahí sí, ¡maldición!, nos jugaríamos, irresponsablemente, el pellejo). De pronto, justo cuando el ómnibus arrancaba para irnos, apareció él. (Minutos antes, alguien ya lo había advertido al ver la sombra descomunal de una nariz cinco metros más adelante que la de su cara, doblando la esquina.)
_¡Miren, es ...es...¡_. Dudábamos. Tuvimos que esperar cinco largos minutos para recién reconocerlo, sí, cinco largos minutos desde la aparición repentina de la sombra descomunal de esa nariz doblando la esquina hasta la llegada tardía del propietario de ésta: Juan Fallopio. Una mezcla de Condorcanqui con Lennon: llevaba gafas oscuras sobre esa nariz desmesurada, jean ancho y gastado para disimular la miseria muscular de sus fémures y su clásico tennis negro con olor a formaldehído.
Dos horas después, llegamos a nuestro destino (los matorrales de Chosica) y apenas pisamos tierra, “patitas para que te quiero”, salimos, disparados como balas, de frente al regadero. Exorcizar los demonios del mal aliento era lo primero, después, aniquilar el rojo del insomnio en nuestros ojos; pero Juan Fallopio, maldita sea, ya nos había sacado varios cuerpos de ventaja, mejor dicho, varias narices, en esa pugna infame por llegar al único caño del lugar. Y, mientras expulsábamos los demonios del mal aliento, para sorpresa de todos, Juan Fallopio ya estaba frente a ella, bien peinado, empapado en colonia, con colirio en las pupilas y listo para seducir a la única rosa del pantano: Rouss.
Al mediodía, mientras el “Hormiguero” Juan Fallopio le soplaba a Rous la modorra de su cháchara, el hambre hacía estragos en nuestros cuerpos y el sol calcinaba nuestras testas. Las mujeres decidieron que nosotros, pobres moscardones insomnes, teníamos que armar la carpa del campamento, y para colmo, las cantimploras estaban vacías y los grifos, clausurados; pero para comprobar que los milagros son caseros dejamos a las chicas que hagan uno en la cocina, es decir, que cocinen algo, o sea cualquier cosa, pero, al fin y al cabo, que cocinen algo. Por supuesto, eso sí, con la advertencia de no causar una disentería en masa.
Después del refresco de agüita de cáscara de papa que nos dieron, la sopita de mollejas estuvo en algo ( y creo que hubiese estado mejor si a alguna de ellas se le hubiese ocurrido abrir las mollejas para limpiarlas, sacar las piedras y deshechos, y así evitarnos en el futuro una intervención quirúrgica por cálculos). Pero Juan Fallopio no había probado ni la sopa por no ensuciar sus dientes, ni estropear su aliento. Estaba resuelto a esperar, pacientemente, la oportunidad de tenerla cerca y confesarle bajito al oído que ella era la razón de su insomnio, y ocultarle que también era la razón del insomnio de todos nosotros, había entendido bien que para conquistar el corazón de Rouss no importaban los otros, ni si las tripas se le retorcían de hambre o el estómago le sonase por la úlcera como si fuese alcantarilla. “En el amor todo vale, hasta la alta traición”, decía Ullon después de cepillar sus dientes. Y mientras el resto todavía se disputaba el dentífrico a jalones, Juan Fallopio respiró hondo, se armó de valor y le soltó los versos asonantados de su discurso. Rouss una vez más nos decepcionaba, estaba encandilada con la perorata del narigón, y comprendimos que de nada valieron nuestras noches de insomnios, ni los dentífricos más costosos, y ni las atrevidas peinaditas ridículas con la rayita al medio. Él fue el único que tuvo el valor de decirle en la cara la razón por la cual sus ojos siempre estaban rojos, nosotros no. Él fue el único que le confesó sin tapujos lo que tenía atravesado en el pecho y que le dolía como espina por las noches, nosotros no.
A Juan Fallopio le sobraba lo que a nosotros nos faltaba: ¡VALOR¡ Valor para decir las cosas cuando se tienen que decir: en el momento oportuno, con las palabras sencillas y el corazón hecho un puño.
Es verdad, a Juan Fallopio pronto le pasó esa fiebre del amor por Rouss (o tal vez no), pero ahora lo vemos detrás de los pasos de otro amor, con la nariz de siempre y los mismos ojos de roedor. ¿Y nosotros? Aquí, sentados, con la ridícula rayita al medio aún y el tonto miedo al rechazo, a pesar de los años; es cierto, aquí estamos, esperando el día en que Rouss tenga el valor que nosotros nunca hemos tenido, y nos diga al oído lo que nosotros siempre por temor hemos callado, es decir: “Soy yo acaso la razón de tu insomnio”. Mientras tanto, noche tras noche, nos iremos haciendo viejos hasta que, de repente, un día, sintamos que ya estamos sobrando en el mundo, entonces recién, quizás, correremos desesperados a buscar a Rouss pero, tal vez, en ese momento ya sea, para nosotros, demasiado tarde.
_¡Miren, es ...es...¡_. Dudábamos. Tuvimos que esperar cinco largos minutos para recién reconocerlo, sí, cinco largos minutos desde la aparición repentina de la sombra descomunal de esa nariz doblando la esquina hasta la llegada tardía del propietario de ésta: Juan Fallopio. Una mezcla de Condorcanqui con Lennon: llevaba gafas oscuras sobre esa nariz desmesurada, jean ancho y gastado para disimular la miseria muscular de sus fémures y su clásico tennis negro con olor a formaldehído.
Dos horas después, llegamos a nuestro destino (los matorrales de Chosica) y apenas pisamos tierra, “patitas para que te quiero”, salimos, disparados como balas, de frente al regadero. Exorcizar los demonios del mal aliento era lo primero, después, aniquilar el rojo del insomnio en nuestros ojos; pero Juan Fallopio, maldita sea, ya nos había sacado varios cuerpos de ventaja, mejor dicho, varias narices, en esa pugna infame por llegar al único caño del lugar. Y, mientras expulsábamos los demonios del mal aliento, para sorpresa de todos, Juan Fallopio ya estaba frente a ella, bien peinado, empapado en colonia, con colirio en las pupilas y listo para seducir a la única rosa del pantano: Rouss.
Al mediodía, mientras el “Hormiguero” Juan Fallopio le soplaba a Rous la modorra de su cháchara, el hambre hacía estragos en nuestros cuerpos y el sol calcinaba nuestras testas. Las mujeres decidieron que nosotros, pobres moscardones insomnes, teníamos que armar la carpa del campamento, y para colmo, las cantimploras estaban vacías y los grifos, clausurados; pero para comprobar que los milagros son caseros dejamos a las chicas que hagan uno en la cocina, es decir, que cocinen algo, o sea cualquier cosa, pero, al fin y al cabo, que cocinen algo. Por supuesto, eso sí, con la advertencia de no causar una disentería en masa.
Después del refresco de agüita de cáscara de papa que nos dieron, la sopita de mollejas estuvo en algo ( y creo que hubiese estado mejor si a alguna de ellas se le hubiese ocurrido abrir las mollejas para limpiarlas, sacar las piedras y deshechos, y así evitarnos en el futuro una intervención quirúrgica por cálculos). Pero Juan Fallopio no había probado ni la sopa por no ensuciar sus dientes, ni estropear su aliento. Estaba resuelto a esperar, pacientemente, la oportunidad de tenerla cerca y confesarle bajito al oído que ella era la razón de su insomnio, y ocultarle que también era la razón del insomnio de todos nosotros, había entendido bien que para conquistar el corazón de Rouss no importaban los otros, ni si las tripas se le retorcían de hambre o el estómago le sonase por la úlcera como si fuese alcantarilla. “En el amor todo vale, hasta la alta traición”, decía Ullon después de cepillar sus dientes. Y mientras el resto todavía se disputaba el dentífrico a jalones, Juan Fallopio respiró hondo, se armó de valor y le soltó los versos asonantados de su discurso. Rouss una vez más nos decepcionaba, estaba encandilada con la perorata del narigón, y comprendimos que de nada valieron nuestras noches de insomnios, ni los dentífricos más costosos, y ni las atrevidas peinaditas ridículas con la rayita al medio. Él fue el único que tuvo el valor de decirle en la cara la razón por la cual sus ojos siempre estaban rojos, nosotros no. Él fue el único que le confesó sin tapujos lo que tenía atravesado en el pecho y que le dolía como espina por las noches, nosotros no.
A Juan Fallopio le sobraba lo que a nosotros nos faltaba: ¡VALOR¡ Valor para decir las cosas cuando se tienen que decir: en el momento oportuno, con las palabras sencillas y el corazón hecho un puño.
Es verdad, a Juan Fallopio pronto le pasó esa fiebre del amor por Rouss (o tal vez no), pero ahora lo vemos detrás de los pasos de otro amor, con la nariz de siempre y los mismos ojos de roedor. ¿Y nosotros? Aquí, sentados, con la ridícula rayita al medio aún y el tonto miedo al rechazo, a pesar de los años; es cierto, aquí estamos, esperando el día en que Rouss tenga el valor que nosotros nunca hemos tenido, y nos diga al oído lo que nosotros siempre por temor hemos callado, es decir: “Soy yo acaso la razón de tu insomnio”. Mientras tanto, noche tras noche, nos iremos haciendo viejos hasta que, de repente, un día, sintamos que ya estamos sobrando en el mundo, entonces recién, quizás, correremos desesperados a buscar a Rouss pero, tal vez, en ese momento ya sea, para nosotros, demasiado tarde.
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