domingo, septiembre 09, 2007

TODAS LAS OVEJAS SON NEGRAS

MEMORIAS DEL MANATI

TODAS LAS OVEJAS SON NEGRAS





Habíamos estado tan preocupados por conquistar el corazón de Rouss que nos habíamos olvidado por completo de Dios. Para nosotros no había más cielo que sus brazos, ni mayor infierno que el dolor de su desamor. Pero habíamos jurado que esta vez sería la última, que otra más ya no nos lo haría, pero nos lo hizo. Entonces, con las orejas caídas y el rabo entre las piernas, arrepentidos de nuestro profano amor, volvimos a la iglesia del Padre Raúl. Desde entonces, para los ojos de los del pueblo, éramos las ovejas negras que volvían al redil.
Ese domingo de nuestro regreso, las oxidadas campanas de la iglesia tañeron como nunca y, como nunca, sentimos la paz del espíritu de Dios correteando, como riachuelo de pétalos frescos en nuestro pecho, pero el murmullo de las viejas chismosas del pueblo lo estropearon todo y el espíritu de Dios, en un cinco, se hizo humo. Las viejas arpías nos miraron de pies a cabeza, luego hicieron una mueca de desagrado y, por último, rajaron de nosotros. Las orejas nos ardían, tanto que un poco más y empezaban a prenderse una por una, sí, es que las viejas murmuradoras estaban acostumbradas a hacer leña del árbol caído. Entonces decidimos que no, Dios, aún no estábamos dispuestos a ser los mansos corderos y a dar la otra mejilla. Jamás. Era la hora de nuestra venganza, era la hora del ojo por ojo y diente por diente, sí, así lo establecía el Señor desde siempre y así tenía que ser; pero, mientras mordíamos la rabia y echábamos humo bajo el dintel de la puerta, los ojos del Padre Raúl brillaron de alegría al vernos de vuelta a casa y sentimos su cálida mirada deshaciendo el hielo letal de nuestro pecho y, de repente, el riachuelo de la paz volvía a corretear por nuestro cuerpo.
Sí, esa mañana, “Perro flaco”, clarito, dijo que vio al espíritu del Señor rondando, como un moscardón, por el púlpito, yo lo vi, dijo ufanándose de su suerte; pero, en realidad, no había sido el único, todos en la calle pudieron verlo. Sí, toditos vieron cómo las palomas, que se habían ido del Pueblo desde hacía años, presurosas volvieron a posarse en los mismos balcones y aleros de los tejados, las abejas, a las flores y a la mañana gris a pintarse de azul con ralos nubarrones. Sí, todos vieron la mano de Dios posándose en cada una de las cosas y los seres de este Pueblo. Todos, hasta nosotros, las ovejas negras que volvían al redil, lo veíamos. Y, de repente, unas lagrimillas de arrepentimiento timoratas asomaron de pronto a nuestras cuencas. Llorábamos, Dios, aunque le echábamos la culpa al viento que nos había arañado la mirada. “Llorar hace bien al corazón y lava las suciedades del alma”, había dicho el Padre Raúl en su homilía, y era cierto, llorábamos y veíamos que nuestras lágrimas salían cada vez más limpias, casi transparentes; los ojos de roedor del “Hormiguero” Juan Fallopio se humedecieron y su desaforada nariz empezó a hacer escándalo, en plena misa, al sonársela con una sábana de dos plazas, “Perro flaco” y el “Pájaro” restregaban con saña sus pupilas enrojecidas. Sí, los sátrapas, arrepentidos, se ahogaban de dolor en sus propias lágrimas.
De pronto, justo cuando íbamos con el Padre Raúl a confesar a calzón quitado nuestra idolatría por Rouss, apareció el monaguillo, apurado. Acicalándose la túnica. Y al verlo bien, nuestros ojos se percataron que no era el monaguillo de siempre. Sí, abrimos bien los ojos y, éstos, por poco y se salen de sus órbitas. Era Ullon, el puerco blanco, sí, el salaz perseguidor de Rouss, que fungía ahora de monaguillo del Señor.
Entonces, entendimos que todas las ovejas son negras por dentro, y que el blanco es el color que se ensucia más que cualquiera. Decepcionados por el fiasco, salimos de ahí hechos unos demonios. No podíamos creerlo.
_ Esta bien eso de que Dios ama al pecador y aborrece el pecado, pero esto ya era demasiado _ protestamos.
“Dios está en todas partes, no sólo en la casa del Padre Raúl”, concluimos, y nos largamos de allí sacudiendo el polvo de nuestros zapatos.



II




Tres días después, aún masticábamos nuestra rabia. Había lobos disfrazados de ovejas, falsos profetas como el cerdo monaguillo del Pueblo. Había de todo en el redil del Señor, pero esto era demasiado. Los cielos, como nuestros ojos, también lloraban. Y aunque la lluvia solía siempre traernos un olor a adobe y a boñiga, esta vez nos traía un olor a pan y a leña. Nos revolcábamos refunfuñando en el lodo, porque llovía sobre mojado y ahora sabíamos que el blanco era el color más sucio de todos. Teníamos el alma hecha jirones, es cierto, pero, también, chapoteábamos en los charcos, felices, pronunciando su nombre que nos sabía, a pesar de todo, a pétalos y a rosas. Y, de repente, Dios santo, un tropel de mariposas colmó la tarde.
_ ¡Rouss! ¡Rouss! _ gritamos hasta la lágrima, como locos ebrios de amor, correteando a las mariposas por el maizal como si fuese Rouss.
Jamás habíamos sentido, como ese día, lo que era el olor del sándalo bajo la lluvia. Ni siquiera la enorme nariz sabuesa de Juan Fallopio supo a plenitud lo que era eso. Jamás habíamos visto la tarde ojerosa repleta de mariposas hasta el ocaso. Y entendimos al respirar su olor en la lluvia que ella era la criatura más hermosa que la mariposa y la flor, y que cada vez que la viéramos transitar por las calles empedradas del Pueblo desperdigando a su paso su olor a sándalo, nos recordaríamos del creador, desde entonces, desde que entendimos eso, el mundo dejó de olernos a tierra y a heno, sí, el mundo, desde entonces, sólo nos olía a sándalo y a Rouss. Con ella ahora todo volvía a tener sentido, hasta Dios.
Ese mismo día, por la noche, estábamos al acecho, trepados en los árboles contiguos a su alcoba, escondidos bajo el alfeizar de su casa y vestidos hasta el ridículo con todo tipo de camuflajes absurdos esperando a que su puerta se abriera y, aunque sea, sentir a lo lejos como sale raudo con el viento su olor, ahí estábamos, empapados todavía, pero seguros de que en el momento menos pensado ella correría la aldaba y caería en las trampas del amor, sí, ahí estábamos, arrellanados, lamiendo uno a uno los remilgos de nuestro corazón, deshaciéndonos en suspiros, pero pacientes como viejos buitres de amor. Hasta Ullon, el que fungía de monaguillo del Señor por las mañanas, esperaba a Rouss o el sándalo de su olor emanando por las ranuras de su portón. (Habíamos entendido que por el amor de Rouss uno era capaz de cualquier cosa, hasta de disfrazarse de oveja, de lobo o de pastor.)
De repente, el cerdo sintió una corazonada:
_ Esta noche haremos tripas el corazón _ pensó en voz alta el salaz, que todos, tragándose un bolo de miedo, lo escuchamos consternados por ese augurio. Y buscamos el sortilegio de un amuleto en contra de su mal augurio: Una patita izquierda de conejo negro, trece huairuros del tamaño de un ojo completamente rojo y la mediecita de Ullon, cuando éste apenas era un lechón blanco, salpicada aún de moscas disecadas, eran los objetos que salvaguardaban nuestro amor. Pero, deseábamos que el “monaguillo” hable más en voz alta de sus premoniciones, así es que nos acercamos a él, pero el cerdo al vernos, se desapareció raudo como un rayo. Sólo vimos su sombra escabulléndose como una rata gorda bajo los eucaliptos. El “Hormiguero”, incrédulo, olfateó al aire húmedo de la noche y no sintió rezagos de ninguna desgracia. Entonces comprendimos que el cerdo se había equivocado otra vez y, por prestar oídos a sus palabras, otra vez hacíamos el ridículo cargando en el cuello amuletos de chamán. De repente, si el río suena es porque piedras trae, habló el “Mucharisa”; después, el “Pájaro” puso las manos al fuego por los benditos pálpitos de Ullon y Perro flaco” dijo creer esta vez sí en el puerco ausente. Así es que cargamos con los amuletos en el cuello toda la noche, cuidando que, en venganza, la desgracia tome por asalto la casa de Rouss o que, traicionera como suele ser, nos sorprenda por la espalda con sus garras; luego, entre bostezos y media noche, decidimos a pesar de la garúa sahumar con incienso su casa y, no tranquilos con eso, resolvimos ser sus perros guardianes hasta la aurora, pero los párpados se nos caían, y se nos estaban cayendo, se nos iban cayendo, se nos caían, se nos cayeron, sí, se nos cayeron y, clarito, sentimos unos labios fríos humedeciendo nuestras mejillas, sí, besos húmedos en nuestras cansadas y áridas bocas, sí, besos suaves y fríos, Dios, y oímos entre sueños su quejido de niña como aullido en los oídos, sí, se quejaba, Dios, sí, nuestro corazón nos decía que era ella, sí, era ella, ella, ella, pero nos rehusábamos a abrir los ojos por temor a que ella huyera. De repente, su quejido se escuchó como un tierno ladrido, luego dos, tres y, por último, abrimos los ojos…y eran unos asquerosos perros que nos habían estado besando la boca toda la noche con sus fríos hocicos.

Esa misma noche, avergonzados, nos despojábamos de nuestros absurdos camuflajes, limpiándonos las babas de los perros en la fuente del parque y lanzábamos lejos migajas de pan para que éstos se largaran de nuestro lado; Rouss nos había visto tras su cristal, peleándonos por su amor, como esos perros que acabábamos de largar. Pero ella nunca se atrevió a lanzarnos por su ventana las migajas de su cariño, los mendrugos de su amor. ¿Por qué, por qué es así, Dios? Nos hemos preguntado infinitas veces e infinitas veces nos hemos quedado masticando esa pregunta con nuestras lágrimas. O es que acaso, Dios, como las ovejas blancas de tu redil, algo negro y oscuro esconde por dentro que no quiere mostrarnos por temor a que nos larguemos de su lado, como los perros se largaron del nuestro después del pan. O es que..., la verdad, ya no sabemos que pensar, Dios. De lo que sí estamos seguros es que todas las ovejas son negras, aunque sean blancas por fuera, incluso, creemos que hasta Rouss es así, pero eso no nos importa, porque ahora sabemos que no sólo es su cara bonita lo que nos aloca, sino esa misteriosa oscuridad que guarda en su alma y que nos tiene de hinojos condenados a adorarla en el altar espinado de nuestro corazón, sí, para nosotros, Dios, ella es bella y oscura como son de bellas y oscuras para los astronautas todas las noches de tu estrellada eternidad.

El Manatí.

lunes, agosto 20, 2007

CON LOS OJOS PARA SIEMPRE ABIERTOS

MEMORIAS DEL MANATI



CON LOS OJOS PARA SIEMPRE ABIERTOS





Nunca hasta ese día supimos acerca de ella, sólo algunos como Lázaro, el decrépito predicador, que, no sabemos cómo, diablos, ha regresado de entre sus brazos, éste refiere que ella es una mujer alta, delgada, muy fría y viste siempre de negro. La verdad, nunca en el Pueblo había rondado las casas en busca de alguien, ni siquiera había asaltado a alguno por los caminos oscuros, nadie había visto el color de sus ojos, ni su sombra recostada en los muros caminando en el aire. Hasta que una mañana la campana mayor de la iglesia del Padre Raúl dio el aviso que alguien del Pueblo se había topado cara a cara con ella. ¿Cara a cara con ella? Dios del cielo, corrimos, como perros endemoniados , a ver quién de todos había sido, queríamos que nos cuente de qué color eran sus ojos, si en verdad era mujer y vestía completamente de negro. Para sorpresa de todos, Doña Flora era la que se había topado con ésta. ¿Cómo? La encontraron boca arriba, con los ojos abiertos, mirando al techo, y sin vida. Sí, carito le había costado el atrevimiento, pero Flora no hizo gestos ni muecas ridículas a la hora de su muerte, estaba bien limpia y vestida de blanco, como si la hubiese estado esperando hasta el alba, desde hacía años, días antes de su muerte, le había jurado al Padre Raúl que ésta desde hacía mucho tiempo le andaba husmeando los talones y que, eso sí en el momento menos pensado, la traicionera le plantaría las uñas a mansalva. Había oído por boca de forasteros, que andaban de paso por el Pueblo, que muchas de su generación ya habían muerto de muerte violenta con las escenas más grotescas de la muerte en sus rostros. Para ésta no hay decoro, ella llega y fulmina, pisa y ni cenizas deja. Por eso, como si el reloj natural de su organismo decrépito ya le anunciaba su hora, se afanaba cada noche en ponerse ruleros, bañarse en incienso y decirle a las viejas chismosas del Pueblo.
Cuando llegue la hora no correré, antes que ella me sorprenda yo quiero sorprenderla mirándole fijo a los ojos y, en ese instante, juro que le increparé en la cara todos sus abusos y le escupiré mi rabia guardada por años _ saboreaba con ensaña una a una sus palabras_ ¿Sabes?, siempre sentí curiosidad por saber el color de sus ojos, siempre quise verle como nos mira antes de hundirnos su helada guadaña. Nunca me encontrará, la maldita, ni desaliñada, ni desnuda. ¡Nunca!
Había oído hasta el hartazgo que ella era inclemente y se regodeaba en el dolor de los deudos, porque se llevaba a cualquiera, que cuando le daba el capricho de llevarse a medio mundo así lo hacía, y nada, ni nadie, podía impedirlo , le habían dicho que cuando llegue a la edad de Cristo que se cuide la espalda, porque en el momento menos pensado, ¡Fuá!, ésta la tumbaba y ahí sí no había quién la salve, porque, eso sí, Flora, tarde o temprano ésta te alcanza y ahí sí hasta nunca. Desde entonces, empezó a dormir muy poco, el tiempo del reloj la era insuficiente, por qué, diablos, el día no dura 12 horas no más, se decía levantándose de madrugada a ver si habían pasos sin sombras rondando su cama, encendía las luces y quemaba incienso para ahuyentarla un poco, si es que por ahí andaba, pero recordaba que la muerte era la muerte y ésta no se casaba con nadie. Entonces, tomó otra actitud, mucha más digna, se peinaba despacio su negra melena con el canto del gallo, esperando despierta que le asalte de una vez por todas, la parca. Y, sí, Dios, así la encontró, acicalando con el cepillo sus negros cabellos y dibujándole en sus labios la ironía de una sonrisa.
Recién ese día conocimos de cerca el pálido rostro de la muerte y el color fúnebre de sus ojos. Es decir, nunca supimos si es hombre o mujer, ni el color de su atuendo, ni el de sus ojos, sólo los estragos que deja a su paso. Las casas y calles del Pueblo se vistieron de luto. El viento empezó a aullar como un perro, a rasgar su ventana y a golpear como un loco las calaminas del techo, la velaron en su casa, metida en una caja larga, entre dos enormes candelabros de palta y una plétora de flores e inciensos, en el mismo lugar donde osó esperar a su muerte y con los mismos trapos con que la recibió a esas horas, sentados en un rincón, aún temblando de miedo, oímos la cháchara de los viejos acerca del ensañamiento enfermizo por parte de la parca, sí, dijeron que la maldita pelona no iba a parar la mano hasta llevarse con ella por lo menos a dos más, y sentimos, Dios, un estremecimiento aterrador correteando por todo nuestro cuerpo, quiénes serán, Dios, los dos siguientes, a quiénes más ya les había puesto la puntería, nos preguntábamos mientras recorríamos con la vista uno por uno los pálidos rostros de los presentes y todos, sin excepción nos parecían posibles candidatos, aunque eran dos los que presentaban los ojos plomizos, señal de que las ventanas del alma se les estaba cerrando.
Dos semanas después, no nos habíamos equivocado, se fueron el viejo Fornaro y la abuela Gertrudis, raudos, como vientos esquivos, partieron de pronto, no tuvieron tiempo ni de peinarse; entonces, como cuchillada se nos vino un pensamiento, recordamos el palique de los viejos el día del velorio de Doña Flora. Y sí, era cierto. La muerte cuando viene no se va hasta llevarse por lo menos tres, luego se larga hasta el momento en que le dé la gana de volver.
Desde entonces, sabemos que no tenemos la vida comprada, que en cualquier instante, a la sola señal de su dedo, también nos vamos, que cuando ella se ensaña con alguien nada, ni nadie, podrá evitarlo, ella es ineludible e inexorable, sólo algunos como la vieja Flora has podido verle a los ojos, increparle sus abusos y escupirle su rabia, pero no ha vivido mucho para contarnos de qué color los tiene, por eso hemos decidido tocar la puerta de su casa, hablar con Rouss y decirle de una buena vez que nosotros somos los moscardones insomnes que dan vueltas por el Pueblo en busca de su amor, por eso, si es preciso, de rodillas, Dios, le suplicaremos uno sólo de sus besos y que de una vez por todas , si tú quieres, que venga la muerte y nos lleve con ella, pero si no nos da el santo óleo de su bendito ósculo, entonces dile a la muerte, tu vieja compinche, que no dilate más nuestra vana existencia. Al final, vivir sin ella es como estar muerto, para qué entonces queremos la vida, si lejos de ella no tiene ningún sentido.
Rouss, la muerte se viste de seda y sabemos que os ronda muy cerca, hemos sentido un frío resuelto en la espalda, ¿será ella? La imagen del color de nuestros ojos que refleja el espejo es plomo ¿Acaso ya nos habrá llagado la hora? Ojalá que no. Por eso, Rouss, no esperes que estemos como doña Flora par que recién corras a darnos un beso, porque ya muertos no te veremos ni así tengamos los ojos para siempre abiertos.


El Manatí.

EN OCTUBRE AÚN HAY MILAGROS

MEMORIAS DEL MANATI


EN OCTUBRE AÚN HAY MILAGROS


I


Una vez más el corazón del salaz de Ullon había sentido, de pronto, uno de sus repentinos pálpitos y, a pesar de haber sido vejado por las zarpas del amor a causa de éstos, el porfiado cerdo seguía poniendo sus manos al fuego por ese don que él juraba venía de Dios. Y, sobre todo, porque le tincaba que su bendita corazonada era por la Furch. (Pero nosotros sabíamos hasta el hartazgo que las corazonadas del puerco siempre fallaban, donde ponía el ojo nunca ponía la bala.)

_ He sentido un hincón en el pecho, muchachos _ nos dijo un día y preguntó pálido como papel _ ¿no será el amor que va a tocar a mi puerta?

Estaba contento. El brillo de sus ojos lo delataba. Y confiado en sus revelaciones empezó a ‘tirarle flores’ a la gringa Furch, es más, a ‘tirarse al suelo’ por ella, sí, se ‘arrastraba’ como perrito faldero, le sacaba la lengüita de rato en rato con tal de recibir a cambio un mendrugo de sus ojos, no le importaba ni siquiera su dignidad de varón. Ullon se había olvidado que sólo era una corazonada y ya cantaba victoria antes de tiempo. Y lo peor, se olvidaba adrede de Rouss, veneno bendito que laguna vez nos mató.

_ Oye, Ullon, de repente ella es uno de esos falsos amores que se mete por la ventana como ladrón por la noche, salaz, y ahí sí ten mucho cuidado que te puede cambiar, de la noche a la mañana, esa risita en llanto. Recuerda que muchas veces en la puerta del horno se nos quema el pan _ le advirtió el “Pájaro”, pero el cerdo, obseso en sus profecías, sintió esa advertencia como una afrenta, lo chapó del gañote y le tiró en la cara, delante de todos, la saliva envenenada de sus injurias, que quién, diablos, te has creído que eres, pajarraco de miércoles, acaso tú conoces los corazones de la gente para saber quién es quién o tú también te crees poseído por el espíritu de revelación y vienes a predicarle ala salvación a mi corazón de un mal amor que supones que es la gringa Furch; sí, le disparó a quemarropa el iracundo escupitajo de esa ironía.

El “Pájaro”, acribillado por las palabras del cerdo, no supo dónde meter la cara, le dio la espalda y se largó herido en medio de la noche frondosa sin decirle ni jota. Ullon, había sido demasiado duro, al verlo partir así, alicaído, quiso retractarse, correr tras él para pedirle perdón,, pero, de repente, un vaho de orgullo flotó en esa atmósfera oscura y desistió, prefirió morderse la lengua y no hablar. Entonces, vimos al “Pájaro” cómo se iba desdibujándose en las tinieblas de la noche con las huellas de sus botas hundiéndose en el fango, hasta no verlo más.





II





Mucho tiempo después, después que Ullon comprobó en carne propia que el amor esconde tras esos guantes de seda unas truculentas garras de arpía, como las que tenia muy bien escondida la gringa Furch, éste y el “Pájaro”, como cosa de Dios, se encontraron cara a cara en el umbral de la puerta donde sería la fiesta del día iluminado del mes de Octubre. Sí, ahí se vieron las caras. Fue inevitable. Y salieron chispas de sus ojos. (Pues, era Octubre, el mes de las rosas y de los milagros, el mes de las flores y los pálpitos, y, la verdad, en este mes cualquier cosa podría pasar.) Ullon se quedó frío, tieso, atenazando en sus brazos un norme paquete con olor a torta de chantillí, al verlo al “Pájaro”frente a sus narices puso la carita de cerdo arrepentido y recordó las veces que el “Pájaro” compraba la torta y se la ponía en sus manos para que Rouss crea que era él quien le regalaba, recordó también sus palabras arteras como herrumbrosas cuchilladas, pero ahora sí había comprobado que el amor de la Furch no había entrado por la puerta ancha de su corazón como el ave pensaba, sino que se trepó por la ventana como ladrón en la noche, paseándose luego, como Pedro por su casa, e hizo lo que vino en gana con las piltrafas de su amor, tal como éste se lo había dicho.

Al sentirlo respirar tan cerca al cerdo el montaraz se quedó de una pieza, estaba ensopado por el sudor de los nervios, con un oso de peluche de tamaño natural en los brazos y la muequita nerviosa de una risita sin risa. Sí, de que se vieron las caras, se las vieron y frente a frente; pero, eso sí, nadie dijo esta boca es mía. El resto de los sátrapas (Juan Fallopio, “Perro flaco” y los demás) regalitos en mano, al verlos juntos, echaron humo por las narices, pero esperaban, desesperados, pero disimulando, que cualquiera ‘pisara el palito’ y se armara ahí mismo la de sanquintín. Mientras aguardaban se fijaron en lo que traían en brazos, se codearon de inmediato murmurando: “¡Vieron eso!” Y, zafios, atisbaron, con los ojos casi salidos de sus órbitas, las grandes dádivas, como trofeos de guerra, traídas por éstos para la fiesta del día iluminado. Y al comparar sus ofrendas con las de éstos se dieron cuenta que eran insultados con sus presente y que estos ridiculizaban sin querer sus obsequios baratos traídos desde el alba. A Juan Fallopio, por ejemplo, le resultó inaceptable que esos dos mequetrefes le aguaran la fiesta, y enojado porque hirieron su orgullo tiró al tacho sus bombones y gladiolos y, de pura cólera, se le colgó la nariz como moco de pavo. Se apoltronó en un rincón de la fiesta y de ahí no se movió hasta el día siguiente, “Perro flaco”, herido hasta el tuétano, en mella del honor de su bolsillo, atinó a hurgar en su memoria un pretexto ideal para justificar una excusa inmediata y largarse de ahí de inmediato y así lograr a tiempo su huída, ya que sino sería demasiado tarde y pasaría el bochorno de la vergüenza en la cara por la prolijidad de su obsequio con las mofas ocurrentes en la boca de las mujeres; el pobre de “Mucharisa”, asolapado miró con el rabito del ojo su flaco bolsillo, entonces empezó su queja echándole la culpa de su crisis a Marx, a Dios y a los Estados Unidos de América por su pobreza y terminó, paradójicamente, después de propalar en plena fiesta ese subversivo discurso, remojando sus labios resecos en un vaso de cocacola yanqui. (Sí, era la fiesta del día iluminado en el mes de Octubre donde todas las rosas le hacen fiesta a la única rosa de este pantano y, en verdad, cualquier cosa podría pasar.)

Bajo el umbral de la puerta, Ullon y el “Pájaro” echaban chispas. Todos esperábamos que de un momento a otro cualquiera de los dos de el primer manotazo y así, de una vez por todas, abrieran la boca y cerraron los puños para agarrarse a trompadas. La expectativa era grande. Tanto así que nadie se atrevió a pestañear siquiera por no perderse ni el más leve movimiento que fuese fatal para ambos.

Era increíble vernos ahí: Aplastados como ridículas calcomanías en las lunas de las ventanas, trepados, como murciélagos, en los árboles aledaños y hasta agazapados en el dosel de la casa iluminada, esperando justamente eso: La palabra insulsa que pariera la rencilla preñada de trifulcas. Pero era Octubre, el mes de las rosas y de los milagros y cualquier cosa, dios, podría pasar. Y los sátrapas se quedaron con las ganas, con los crespos hechos y la boca bien abierta. Era realmente Octubre, el mes de las rosas y los milagros y ellos habían olvidado que es este mes cualquier cosa podía pasar. De pronto, Ullon se tragó la hiel de su ira y como nunca sacó las banderitas blancas de la paz y la reconciliación, y fue el día iluminado porque el “Pájaro” reculó su orgullo y terminó tocado por el espíritu del Señor entregándole al cerdo el oso de peluche de tamaño natural como una muestra de su amistad, y éste no buscó mejor momento que partir la torta e n ese instante para festejar junto con su amigo el día iluminado de este mes. Y se quedaron ahí, charlando en las afueras de la casa iluminada, no entraron a la fiesta, mejor que atender. La fiesta de la amistad bailando en sus corazones. Y Rouss, la única rosa del pantano y dueña del cumpleaños, así lo tenia que entender, porque si ellos la habían esperado tanto tiempo, ¿por qué acaso ella no les podía esperar otro cumpleaños mas para comer otra torta igual y recibir otro oso de peluche de tamaño natural?.

Pues, era Octubre, el mes de las rosas y los milagros y cualquier cosa podría pasar. Sí, era Octubre, el mes de las flores y los pálpitos, el mes de su bendito onomástico. Pero también será desde ese día el día bendito de la resurrección de una amistad que tenía mucho más de tres días de muerta, entre Ullon, el cerdo impune, y el “Pájaro”, pequeña ave montaraz, pues, era Octubre, Dios, y en Octubre, quieran o no, aún hay milagros.



POSDATA:

(El nacimiento de Rouss fue un milagro de Dios para, nosotros, los hijos de los hombres, pero, también, es menester confesar, abiertamente y sin tapujos, es un infierno celestial que colinda caprichosamente con el amor y el pecado.)




EL Manatí.

EL ATAQUE DEL FORÚNCULO MACHO

MEMORIAS DEL MANATI


EL ATAQUE DEL FORÚNCULO MACHO



“En la vida hay amores que matan y amores que mueren”, dijo Ullon con una carita de cerdo en pena, tirado en el pasto, con los brazos cruzados bajo la nuca, mirando el vuelo de los últimos chilalos.
Rouss le había dicho, a los cuatro vientos y a todo pulmón, que no y que no, que no iría al cine, ni a la fiesta, ni a la playa, ni a la esquina, ni a nada, que no iría con él a ningún sitio y punto. (Los demás, a escondidas, hacíamos fiesta en nuestros corazones por el desplante, aunque en el fondo sabíamos que tampoco iría con ninguno de nosotros.) Y Ullon, en su fuero interno, se preguntaba qué había pasado, si todo estaba saliendo, Dios, como a pedir de boca, entonces, pensó en lo peor. Tal vez el vaho de mi aliento, se dijo recordando que el “Ronsoco” Pérez, quien fungía de dentista en el Pueblo, fue el que le había mal curado una muela en un triz. Para constatar eso empezó a lanzar el halo de su aliento contra sus palmas, aaah, aaah, pero no, nada. Entonces, pensó en sus pies, sí, estos deberían ser, adujo rabiando, y se quitó los zapatos, pero sus avezadas pezuñas, a Dios gracias, aún no estaban sudando, así es que no expedían ese maldito olor a habas hervidas. ¿Entonces, qué, diablos, será? Se preguntaba mirando el firmamento preñado de nubarrones. No podía perder más tiempo tendido en el pasto. Alguien con confianza debería decírselo, sin contemplaciones, sin miedos. Entonces, fue en busca del “Pájaro”, el rapaz es sincero conmigo, él no me mentirá, se dijo. Y lo encontró desplumándose el corazón a solas, había sido zarandeado por los demonios del amor por Rouss y escribía, hecho un loco, madrigales sin ton ni son.
_“Pájaro”, tú has sido franco conmigo siempre, dime la verdad aunque duela, ¿qué es lo que tengo que Rouss repele? _ habló el cerdo quebrándosele la voz, con los ojos a punto de exprimirse en llantos.
El “Pájaro” ni lo oía, peor si le preguntaba por Rouss, estaba ensimismado escarbando en su memoria la palabra precisa para que su pluma pueda parir un poema en nombre de Rouss.
_ Pajarraco, ¿me escuchas?
_ Eh, mira Ullon, todos morimos por ella, pero tú tienes el color en la piel que a ella le gusta y… esta bien, te diré lo que quieres_ dijo, quitándose, con una parsimonia desesperante, los anteojos con lunas de poto de botella.
_ ¡Dime qué es!
_ Es que Tú... _Lo miró fijamente, hizo un gesto de sorpresa y...
_ Que yo qué... ¡Habla! Maldita sea, habla de una vez que me muero de la zozobra.
_ Que tú estás marcado por el signo del peor de los infortunios.
_ Deja de andar con rodeos y ve al grano, rapaz.
_ Está bien, te lo diré a secas, como las lóbregas bolas de mis ojos, y sin contemplación alguna.
_ ¡Ya, dilo, por Dios, y no demores!
_ Lo que tienes es la marca del flagelo del forúnculo macho en el rostro.
_ ¡Cómo!
_ El acné, hombre, el A-C-N-E
_ ¡No!
_ Sí.
_ ¡Oh, no, Dios santo, el forúnculo macho en mi rostro! ¡No, no, noooooo...! Pero, ¿estás seguro, rapaz? No te juegues con eso, pajarraco.
Ullon dudaba de las palabras del “pájaro”, y antes que éste le responda se fue de frente al espejo, pero si sólo era una espinilla, el ave exageraba, claro, le engañaba como a un niño, porque eso de que el forúnculo macho atacaba a mansalva, de un momento a otro, sin dar aviso y que su futuro en los derroteros del amor sería incierto, era cruel mentira, una zalagarda infame. Así es que el restó importancia. Una o dos espinillas en el rostro a mí no me hace feo, decía cada vez que se miraba al espejo para acicalar su rubio cabello. (Ignoraba que el forúnculo macho, mala yerba del rostro, de la noche a la mañana, se prolifera a raudales.)
Dos días después, Ullon, el cerdo blanco del Pueblo, tenía el rostro infestado de espinillas y barros. Sí, éste había sido cruelmente mordido por el forúnculo macho (el mismo que ahueca el rostro como polilla infesta, el mismo que odian los chicos cuando el amor infla sus pechos y el maldito forúnculo les infla la cara de chupos).
El cerdo corrió otra vez a verse en un espejo, y era cierto, el forúnculo macho estaba prendido en su cara. ¡Qué hago, Dios, qué hago!, buscar al doctor Max Pachi Cholín De Floyd era en vano. Al propio doctor, el forúnculo macho le había dejado la cara como si se le hubiese quedado picada como un queso y juraba a rabiar que la imagen que le reflejaba el espejo no era de él, que quizá era una maldita broma de alguno de sus ocurrentes pacientes, hasta que poco a poco sus ojos de reptil empezaban a aceptar que sí era él; Ullon, al recordar esto, no se quiso verse más en el espejo, no quería ni peinarse, ni salir a la ventana por no verse en los ojos de la gente, esto era peor que la varicela o el sarampión, esto, Dios santo, quedaría marcado como si le hubiesen embadurnado de Quaker todo el rostro. ¿Y Rouss? ¿Qué dirá Rouss?, se preguntaba con la angustia apretándole el pecho. ¡No! Así no podía verla, así no, así es que deseó con todo su corazón que el resto de los sátrapas también sufran el ataque del forúnculo macho para estar parejos, porque se llueve, Dios, todos deben mojarse, se decía el puerco revolcándose en los charcos de sus dolor. El “Pájaro” había dicho la pura verdad, y él que no le había prestado oído a sus palabras. Fue una vez más, con el rabo entre las piernas, en la búsqueda del ave. Cuando lo encontró entre los libros viejos de su caótica biblioteca con olor ha guardado, el rapaz le contestó que había leído en uno de esos papiros antiguos que abarrotan su desván, que la infusión de hojitas de manzanilla con la ayuda de un extirpador de plata le sacaría todos esos gusanos e grasa de la cara.
El cerdo preguntó:
_ ¿Estás seguro?
_ No lo sé.
_ Bueno, no importa, hazlo, pero que no sea doloroso. ¡Ah! Y que no queden huellas, rapaz, sobre todo eso, que no queden marcas en la cara.
No dolió, pero quedaron cicatrices, la cara del cerdo parecía la de un queso rojo por los pellizcos. Al verse en el espejo, sus ojitos rasgados brillaron y sentía que Rouss se le iba da las manos, como agüita de río, se le iba, Dios, se le iba al mar del olvido como se le iban las lágrimas y él sin poder hacer nada.
_ Maldito, “Pájaro” del diablo, qué le has hecho a mi cara.
_ Hice todo lo que puede, utilicé todo lo que estaba a mi alcance, pero ahora comprendo que el forúnculo macho es reacio a todo esto se ha resistido el maldito.
Ullon entendió, poco a poco, que el paso de la adolescencia, quiera o no quiera, deja huellas de uñas, no sólo en el alma, sino también en el rostro y comprendió que la vanidad etérea del hombre acaba con una concreta espinilla en el rostro, que el forúnculo contumaz, maldita, sea, se le había prendido por nada y que la varicela y el sarampión Rouss no le gustaban las “uñas” y Ullon empezaba a lamentarse de su suerte. Sobre todo, es tarde después del fútbol, cuando el “Hormiguero”, medio en broma, medio en serio, soltó de su corrosiva lengua cuatro palabras a raja tabla: “Pareces un viejo chorizo, una tuna seca”, desde entonces, el resto apenas veían una espinilla en sus rostros corrían donde el doctor De Floyd, víctima del mismo mal, y buscaban eliminarlo con pócimas e infusiones absurdas. Pero todo era en vano, el ataque del forúnculo macho no podía contrarrestarse con nada, aunque no hay mal que dura cien años. Y lo peor de todo es que podía propalarse.
Poco tiempo después que el forúnculo macho dio inicio a su ataque en el rostro de Ullon, el “Pájaro” empezó andar por el Pueblo con un paso apresurado, unos pasos más que sospechosos, algo ocultaba.
_ ¡Hola, rapaz! _ le saludaban y él, sin detenerse, ni voltear: “¡Hola, hola!,”, contestaba y se metía de frente a su casa, oíamos que le echaba llave, corría el picaporte y ponía candado a la aldaba. Algo ocultaba. Hasta que unanoche, muy tarde, alguien gritó a todo pulmón: “¡Fuego! ¡Fuego! ¡La casa de Rouss está en llamas!” Todos salieron disparados, en pijamas, con baldes con agua para apagar el fuego infernal. El “Pájaro” corrió, mejor aún, voló a rescatar a Rouss. Era cierto, había humo saliendo por el techo, pero, la verdad, no se veía candela por ningún sitio.
_ ¡Abre Rouss, abre! ¡Rouss, responde! ¡Responde, por favor! _ la imaginábamos ardiendo, apunto de hacerse cenizas como nuestras esperanzas se incineraban por su amor.
_ ¡Responde Rouss, responde! _ las lágrimas se nos caían a chorros, como un diluvio de dolor _ ¡Responde, responde, mi amor!
_ llorábamos a mares. De repente, la puerta se abrió de par en par, era doña Otti, en camisón.
_ ¡Qué pasa, Qué alboroto es este! _ nos vio a todos baldes en mano, a punto de irrumpir en su casa en busca de las llamas y sobre todo, en busca de Rouss.
_ ¡Dónde es el fuego, doña Otti! ¡De dónde sale ese humo!
_ Acá no hay más fuego que el de mi ira, y ese humo es de los poemitas tontos que le envían a mi Rouss. Ahí están _ señaló un rumito de hojas sueltas hechas cenizas_. Y dejen de escribir tarugadas, ociosos del demonio, no tienen otra cosa mejor qué hacer.
Nos fuimos, pero ahora estábamos en la búsqueda del bromista que soltó esa falsa alarma en el Pueblo, nos fuimos con el rabo entre las piernas, nos fuimos con la esperanza de verla humeando en nuestros ojos. De pronto, sentimos unos pasitos, de puntillas, apuradísimos que querían irse sin decir ni chis ni mus: Era él, el ave. “¡Alto, rapaz! Ahora nos dirás qué escondes”, gritamos voz en cuello.
_ Hemos dicho que ¡ALTO!
¬_ Esta bien, no tengo que esconder más lo que algún día ustedes también tendrán. El “Pájaro” volteó lentamente, se quitó una capucha que le cubría la testa y el claro color de su mirada.
_ Pero... rapaz y eso...
_ Es el ataque del forúnculo macho.
El ave tenía el rostro picado como un queso, parecía un chorizo pustuloso y se dejó caer en la acerapara llorar en un rincón su mala suerte.
El resto se fue marchando uno a uno, con un bolo de miedo atascado en la garganta, fueron en busca del espejo para ver si algo extraño les estaba creciendo en el rostro, para ver si la mala suerte del cerdo y del ave también les tocaba a ellos, ni pócimas ni infusiones, también se ensañaba con sus rostros. Más allá, desde una esquina, el cerdo blanco observaba el llanto agio dl ave, y sonreía, ya no estaba solo en su dolor, el “Pájaro” también tenía en la cara las marcas del forúnculo macho.
¿Y Rouss? A ella, Dios, no le gustan las “tunas”, ni el chorizo, ni el queso, mucho menos los hombres que guarden en sus rostros algún parecido o alguna semejanza con éstos, sobre todo tallada por las uñas infestas del maldito forúnculo macho.
Dios, tú sólo sabes por qué la vanidad superflua de los hombres se viene abajo, hasta el suelo, con una espinilla en el rostro, y por qué Rouss, tu Rouss, la rosa más hermosa, la rosa de este pantano, desprecia estar en la maleza con los geranios y los cactus.

El Manatí.

EL PRINCIPIO DEL MAL

MEMORIAS DEL MANATI


EL PRINCIPIO DEL MAL
I

(La vida en el pueblo fue demasiada tranquila como para tratar de registrar algunos acontecimientos sin importancia sobre los seres que lo poblaban. Por eso, en ese pueblo, nada ni nadie merecería librarse del fulminante paso del tiempo. En realidad, todos deberíamos haber quedado condenados al olvido si no hubiese sido por el milagro ocurrido, de un momento a otro, esa mañana de Octubre. Las “Memorias del Manatí” no son más que los registros hechos por una mano anónima que convivió con esos seres disparatados y presenció dicho suceso, casi divino, diríamos, y todos los acontecimientos que se desencadenaron después de éste. Porque, la verdad, después de ese acaecimiento todas las cosas y la vida misma en el pueblo recién tuvo sentido; por otro lado, quizá estas memorias tengan algunas imprecisiones, porque fueron escritas muchos años después del suceso, y algunas alteraciones, que confesamos son voluntarias, sobre todo, en los nombres de los personajes, por lealtad a la memoria de los de carne y hueso; pero, eso sí, lo sacamos de la luz para que el mundo sepa que el amor ha sido, es y será siempre el mismo dolor de cuchillos en el pecho y la partida lágrima en el viento. Y, además, con la plena seguridad de que esto pasó y esos seres sí existieron.)

II


Veinte años después del suceso, aún lo recordamos en nuestras tertulias vespertinas de los sábados: El pueblo parecía un pueblo fantasma, a cualquier hora del día se oía el ruido del viento golpeando las ventanas; de repente, los chirridos oxidados de los goznes de las puertas abriéndose de la nada y, por las noches, como a las doce, barullos de pasos sin sombras en los oscuros patios de las casas deshabitadas.

Esa mañana, la mañana del milagro, las calles del Pueblo, como de costumbre, estaban vacías, fantasmales, no había ni un alma que transitara por ellas; y, de repente, como nunca, vimos una lluvia de mariposas de colores revoloteando los aires y sentimos un olor a sándalo inundándolo todo: Calles, casas y alcobas. Era primavera, es cierto; pero aquí, en el Pueblo, nunca prendieron las flores, ni mucho menos pulularon tropeles de mariposas de colores; el “Hormiguero” Juan Fallopio no dudó en precisar con su desaforada nariz que ese olor no era otro que la del sándalo y era cierto; el “Mucharisa” confirmó que esas mariposas insólitas, que colmaban los aires, no eran más que burbujas de colores que desaparecían de repente con el sólo toque de los dedos; “Perro flaco” creyó ver algo más que una lluvia de mariposas en primavera, sí, vio un ataque de esquizofrenia de la naturaleza; y Ullon, el pitoniso del Pueblo, sintió, como espina de pescado incrustada en el pecho, uno de sus malditos pálpitos: “Esto es un anuncio del cielo, nos dijo el cerdo, algo hermoso está por ocurrir esta mañana”. Y, la verdad, ya estaba ocurriendo. De repente, tras sus palabras, tras esa lluvia milagrosa de mariposas, y ese olor a sándalo inundándolo todo, apareció, caminando por las calles empedradas del Pueblo, ella. Llevaba una rosa roja apretada en la oreja y lo tenía loco al viento revoloteando caprichosamente sus castaños cabellos.

Desde ese día, las calles empezaron a ser transitadas hasta muy tarde, se sacaron a escobazo limpio el polvo y las telarañas de las puertas y ventanas, los goznes herrumbrosos fueron reparados de inmediato y, ya en el Pueblo, no se oyeron más esos molestos pasos sin sombras y ni siquiera hubo espacio para duendes ni fantasmas; desde ese día, el “Hormiguero” Juan Fallopio tuvo que empapelar toda su habitación, desde el piso hasta el techo, con puro daguerrotipos de ella, porque juraba no podía dormir sin verla o sino los demonios del amor lo atacarían a mansalva con pesadillas húmedas hasta la aurora; “Perro flaco” aullaba su suerte porque se percató, con su olfato de sabueso herido, que era otro más de esos seres que iría idiotizado tras los pasos de ella olfateando su olor a sándalo desperdigado a borbotones por todos los recovecos y rincones; “Mucharisa” buscaba, hecho un loco, la forma de sorprenderla justo cuando hacía eso que él llamó “truco infame”, al acto de sacar de la nada mariposas de colores para que sólo vuelen entorno a ella y desaparezcan apenas la gente las toquen en un colorido reventón de burbujas; el “Pájaro” la seguía de lejos, en puntillas, árbol tras árbol, aprovechando esa milagrosa escaramuza de mariposas para fotografiarla de cuerpo entero, mi “virgencita” del pantano, y mostrárselo al “hormiguero” para que muera de envidia echando chispas por los ojos; pero, de todos los sátrapas, el más sátrapa de los sátrapas: Ullon, el salaz, no le dio más vueltas al asunto y se fue de frente al grano. Sí, se fue sin rodeos ni mucho aspaviento, para esto se puso en salmuera con ruda hembra durante tres días y, segurísimo que con sólo eso se le iría del pellejo toda esa “saladera” que lo hizo mal famoso, se fue donde ella y, en menos de lo que canta un gallo, probó su bendita suerte declarándole su amor en pocas palabras: “Desde que te vi, le dijo, mi corazón enmarañado en las alas del amor se encabrita por ti con desespero…”
Ese día, después de su arrojo, ella le mostró para siempre todo lo ancho de su espalda y se fue dejándole con la palabra en la boca y miles de mariposas de colores revoloteando en el aire, además, por supuesto, de un profundo dolor de cuchillos en el pecho. (Nos reímos del cerdo, es cierto, pero nuestra risa era una risa sin risa, porque temíamos a ser rechazados algún día con ese mismo rechazo.)

Desde entonces, somos un manojo de miedo cada vez que miramos sus ojos claros. Desde entonces, nuestras lenguas se traban y la boca nos pesa como si en vez de palabras nos salieran plomos o piedras. Desde entonces, el sueño ha huido de nuestras rojas pupilas y no hay nada ni nadie que pueda curar este mal idiotizante que muchos mal llaman: “Amor”. Desde entonces, desde que esa lluvia de mariposas de colores inundó todas las calles del Pueblo y el olor a sándalo se desperdigó por recovecos y rincones, las cosas y los seres de este pueblo han vuelto a tener sentido. La vida en el Pueblo dejó de pronto de ser como esas tardes quietas de provincia, para convertirse en una fiebre de jinetes insomnes azorados por la única rosa impoluta de este pantano: Rouss, regalo de Dios, veneno bendito que alguna vez nos mató.

Nadie como ella existirá ya sobre la faz de la tierra; sí, nadie como ella que pudiera tener en sus blancas manitas los hilos que manejaban nuestras vidas a su regalado antojo y hacer lo que le viniera en gana con nuestros afiebrados corazones; sí, éramos una manojo de penas, un puñado de llantos, que vivíamos la vida sólo respirando su aire; nadie como Rouss atormentará nuestras noches de insomnios sólo por buscar hasta el alba, ebrios de amor, la manera de decirle algún día: “Te quiero, así de simple como un anillo, te quiero”.
Sabíamos, desde el principio que la espera era larga, que incluso la nieve del tiempo gotearía sobre nuestras testarudas cabezas y el frío de la edad haría que los húmeros nos dolieran hasta el llanto; pero, confiados siempre que en algún recodo de nuestras vidas ella tendrá que ceder y doblar el brazo y entonces, cuando eso suceda, cualquiera de nosotros estará ya listo para vivir a su lado a la sola señal de sus dedos y al fin podrá decir: “Yo logré atravesar las piedras que blindaban su corazón, y concluirá, el amor es más fuerte que la espada”; y Rouss y su olor a sándalo serán sólo de ése y ése aprenderá a su lado el secreto insólito que el “Mucharisa” llamó “truco infame”, al hecho de sacar mariposas de colores de la nada y luego desaparecerlas en un reventón de burbujas; y , entonces, ese sátrapa hereje, ebrio de amor, loco por ella, podrá recién clavar sus profanos besos en el madero curvado de su boca, setenta veces siete, hasta el hartazgo.

El Manatí.

domingo, agosto 19, 2007

EL BESO DE JUDAS

MEMORIAS DEL MANATI

EL BESO DE JUDAS
Íbamos esa noche decididos a robarnos su corazón en el cumpleaños de Karo Vizcarra. Sabíamos que perpetrar ese bendito crimen era difícil y, mientras buscábamos la manera de hacerlo, a pocas cuadras de la casa de la Vizcarra, alguien soltó, a boca de jarro, la “bomba” de esa noticia: “Rouss no vendrá al cumpleaños”, y se nos salió el alma del cuerpo y, heridos y con los crespos hechos, no encontramos mejor venganza por su desplante que “tirarnos una cana al aire”. Sí, ¡claro!, “tirarnos una cana al aire”, en eso alguien propuso que Karo Vizcarra fuese esa “cana al aire” en desmedro a nuestro amor. Y dijimos: ¡sí!, al unísono y sin ningún reparo. Así es que, urgente pensamos que un cumpleaños sin torta no es un cumpleaños, entonces hicimos "la chancha" inmediata para adquirir una, pequeña y sin sabor, no importa, nos dijimos, total, como no iba ser para Rouss, igual daba. Pero, de pronto, las excusas no faltaron: que se me ha caído ahoritita, que la próxima semana todavía me pagan, que me he quedado sin chamba (ni sabían que cosa era trabajar y hablaban de pagos). De repente, alguien adrede lanzó un comentario:
_ Pero, pensándolo bien, muchachos, para qué si tiene las piernas flacas, el torso demasiado ancho y pequeño, encima no tiene cintura, usa lentes, y la cara, con esos dientes, la tiene semejante a la vizcacha.
Bastó eso para que se nos caigan las vendas de los ojos y se destroce de golpe la ilusión de la “cana al aire” en nuestros corazones. Sí, eso bastó para que todas las ganas de hacer la “chancha" quede en nada. Al final, después de media hora de discutir, que si mejor nos vamos o mejor nos quedamos, concluimos: “un cumpleaños sin torta sigue siendo un bonito cumpleaños”. Así es que iríamos al cumpleaños, total, ya estábamos en camino. Pero esta vez ya no iríamos por amor al “chancho” sino a los “chicharrones”.
Habíamos resuelto llegar a la hora de la cena, llenarnos la barriga hasta que el ombligo se nos corra al pecho, tirarnos un eructo y retirarnos, tal como habíamos llegado, sin besitos en la mejilla ni nada, sólo la manito y punto. Y, ya en el trayecto, a alguien se le ocurrió preguntar: "¿a qué olerá su boca?", y fue la gota que derramó el vaso. Sí, bastó eso para escuchar groseros escupitajos por todos lados, “¡ag.¡, ¡tuf, tuf¡, ¡garr¡, ¡huácala!”, y el "Hormiguero" inició el ataque a mansalva, él fue el que provocó las ráfagas de maledicencias contra la pobre Karo en pleno camino. Sí, Karo Vizcarra tiene en el aliento el tufo del tocosh, sentenció éste arremangando su larga nariz para hacer un gesto de mal olor. Y, entonces, bastó sólo eso como señal para soltar los perros salvajes de nuestras burlas contra la pobre Karo Vizcarra. Sí, como sabuesos muertos de hambre la desollamos viva en sornas, mientras reíamos como locos sueltos en la noche.
De pronto, sin darnos cuenta, llegamos a su casa. Las luces estaban apagadas. Ni un maldito grillo hacía bulla. Nos miramos unos a otros, con la sorpresa mordiéndonos el rostro, y ahora qué hacemos, nos preguntamos, y, de pronto, el estómago que nos sonaba como cañerías viejas, empezaron las quejas: Ullon había salido de su casa sin cenar confiado que dobletearía la cena en el cumpleaños de la “vizcacha”, y se ‘peló’, estaba desesperado, que cómo era posible que ella se juegue de esa manera, comentó rojo de cólera, bueno, felizmente yo vine comiendo algo, bostezó el Tobi con una bulla de pelea de gatos en la panza que ponían en duda sus palabras. El “Pájaro” empezó a comerse las uñas, y las saboreaba todavía. Y a “Perro flaco", de pronto, se le blanquearon los ojos, como si estuviera en trance, después nos dimos cuenta que eran los estragos que el hambre hacía con su miserable cuerpo; decidimos volver sobre nuestros pasos pero el “Hormiguero”, después de estar friega y friega por todo el camino, se hizo el serio y habló: “Ya estamos aquí, muchachos, no perdemos nada tocando la puerta y si no está dejamos el recado de que hemos venido a saludarla y nos vamos”, cosa que nos pareció bien y le dimos el privilegio de tocar el timbre. Así lo hizo, y no salió nadie. Nos miró, es inútil, mejor vámonos, dijo, pero el hambre y el retorno a casa con el estómago vacío nos puso las caras largas que el “Hormiguero”, apenas nos vio así, fue obligado a tocar otra vez, total, él fue el de la idea de dejar el recado y si lo hizo una vez poe qué, diablos, no podía hacerlo dos veces, y así fue, tocó y salió ella: Karo Vizcarra y el aura de su aliento a tocosh inundándolo todo. Pero era su cumpleaños y había que saludarla. Al “Hormiguero” se le había olvidado que en “boca cerrada no entraban moscas” y sus labios decrépitos presurosos dieron un beso a la “Vizcacha”. De pronto, se dio cuenta de lo que había hecho y, como Judas que entregaba luego de un beso, rápido como un rayo, se hizo a un lado, y nos la entregaba para saludarla igual, pero el resto, no cayó en su trampa, no. Le tendimos la mano a la “Vizcacha” para saludarla, bien fuerte y estirada, sí, tiesa como una tabla. El “Hormiguero" abrió sus ojos de ratón, no podía creerlo, su celada no había resultado, y, como si el relámpago de un mal recuerdo lo hubiese fulminado rabió recordando el olor del tocosh del que tanto había hablado y no supo qué hacer, si coger una piedra y deprisa reventarse la boca a pedrones, o rasparse los labios con una lija de acero; desde ese día, sabemos que el “Hormiguero" le robaba el sueño y la vigilia a la pobre Karo, ella le hacía “ojitos” y se mordía los labios cada vez que lo miraba, desde esa noche, el “Hormiguero" tenía otro “cuco” más en sus pesadillas a parte del que siempre tendrá cuando recurra al espejo para peinarse. Desde esa noche, el “Hormiguero" no escupe en detrimento de algo, ni mucho menos escupe al cielo. De todos nosotros, él es el único que conoce de cerca, cerquísima, diría, el olor a tocosh en la boca de "La vizcacha", y él será el único que se llevará ese privilegio a la tumba, porque nadie más se atreverá a visitar a Karo en el día de su onomástico por no agarrarse después los labios a pedrones, o rasparse con lija hasta despellejarse la boca.
El “Hormiguero” sabe más que nadie cómo se habrá sentido Judas después del beso, siquiera el traidor tuvo la delicadeza de acabar con su vida por lo que hizo ahorcándose con una soga, pero el “Hormiguero” Juan Fallopio sólo atinó a lijarse los labios con una lija de acero y a reventarse la boca a puro pedrones. Por eso está condenado a dar vueltas al amor como los buitres sobre un cadáver. Por eso su larga nariz de oso hormiguero estará condenada a olfatear a donde vaya el olor del tocosh y cada vez que su boca decrépita y despellejada bese a una incauta el pobre, inconscientemente, comparará sin querer cada beso con el sabor del beso de la “Vizcacha”.

El Manatí.

EL BANDOLERO MÁS PEREZOSO DE LA TIERRA

MEMORIAS DEL MANATI


EL BANDOLERO MÁS PEREZOSO DE LA TIERRA



I


Nos lo anunció un relincho fantasmal a esas horas. El bandolero más temido de la tierra había llegado de golpe, a las doce, en su caballo bayo, cuando la luna estaba encima y era color plata. Las puertas y ventanas del pueblo, en un santiamén, se aseguraron con cerrojos, pistillos, aldabas y candados; el viejo bar de Pololo, que albergaba beodos y juglares, se vació en segundos. Un viento endemoniado empezó a correr por las calles arañando letreros y flores, las luces de los faroles titilaron y el miedo retorcía como un pucho agonizante los corazones de todos los hombres del pueblo. De repente, como si tuviese todo el tiempo del mundo, el bandolero, lentamente, apeó del caballo y, como si los pies le pesaran, dio unos cuantos pasos alrededor de su alazán y de las ancas del cuadrúpedo bajó unas alforjas repletas de dinero, raspó una cerilla en el lomo y prendió un cigarro dando lumbre a los faroles que terminaron por apagarse de pronto. Sí, era Rufino Cienfuegos, ni vuelta que darle, ahí estaba, mascullando algo entre bocanadas de humo: pequeño, cabellos canos que cubría, no se sabe por qué diablos, con un sombrero enorme y unos bigotes largos que terminaban en punta. La funda del revólver le colgaba por las rodillas y sus cuarteadas botas más se parecían a las de un nomo que a las de un temible bandolero. Masticaba algo que sacaba de la boca para compartir con el jamelgo; luego de la última pitada, tiró el pucho humeante a un lado y divisó las calles, estaban desoladas, ni un perro, maldita sea, que aplacara la sed de sangre que tenía en su revólver, hasta el viento pasaba de puntillas, entonces, hundió un salivazo al suelo y de un portazo entró al bar de Pololo, sus ojos negros, bajo el tajo brutal de su entrecejo, destellaron furia, como relámpagos. El viejo Pololo al verlo cruzar el dintel de la puerta sintió que los nervios le traicionaron con un castañeteo incontrolable en los dientes._ ¡Qué, acaso en este pueblo no hay ladrones! _dijo Cienfuegos dejando caer en la mesa las polvorientas alforjas. Pidió un pisco purito como su alma, decía que el cuerpo le pedía eso a gritos desde hacía más de cien leguas, que no había hombre que le aguante un golpe, ni mujer que se le corra. También pidió que le dieran de beber lo mismo a su caballo, porque él, dijo, mi revólver y yo somos uno, como la trinidad santísima, igualito somos, y rió mientras contaba los fajos de billetes verdes que sacaba de las gastadas alforjas, pero éste es el más revoltoso, dijo limpiando el tambor de su revólver con grasa que mucho tiempo después supimos que había exprimido del cuero de un pistacho; después, entre las tinieblas de humo que emanaba de su boca y los agujeros de su nariz, se levantó de la silla y fue directo a la barra, una caja con un anuncio le había llamado la atención desde que cruzó el umbral, le pidió a Pololo que leyera, despacio y sin errores, él estaba muy cansado como para dar más trabajo a sus ojos:_ Así es que leye_. Le dijo haciendo girar el revólver en sus narices._ COLABORE CON LA CONSTRUCCIÓN DEL CAMPO DEPORTIVO PARA LOS NIÑOS DEL PUEBLO.Y, entonces, el brillo de sus pupilas se perdió en el resplandor de un recuerdo: él también había sido niño y quiso algún día jugar a la bendita pelota, pero la ociosidad y, luego, el vicio pudieron más y se vio asaltando casas y haciendas. Sí, mientras miraba ese anuncio, una lágrima, empozada por años, se resistía a caer de sus cuencas; luego, caminó hasta su sitio, se sentó y buscó algo en el zurrón. Le tiró al tendedero un fajo de billetes verdes, toma antes que me arrepienta, y le pidió otra tanda más de pisco purito como su alma y una baraja de naipes nuevos. Se leyó la suerte, ahí mismo, aunque murmuraba que no creía en esas cosas. De pronto, al voltear la última carta de su infortunio soltó con rabia un carajo:_ Perdón _dijo al instante recorriendo la mirada vidriosa por todo el ámbito, pero no había nadie, sólo Pololo y el canto del Tucu en el tejado_, la muerte me sigue y esta vez, como tantas, esta cerca.Pero, eso sí, antes de irse de este pueblo tenía que saldar unas cuentas, le pidió al viejo tabernero que busque al Padre Raúl, que éste abra la iglesia porque quería escuchar misa para estar tranquilo con dios, y que le convierta tres botellas de pisco en sangre bendita para cualquier percance en la que necesite una transfusión por una herida de alguna emboscada; las campanas de la iglesia sonaron largo esa madrugada, entre sueños, pijamas y bostezos conocimos en persona al bandolero más temido de la tierra, lo vimos parado, con la mirada fija en las paredes del atrio buscando algo, hasta que de pronto soltó otro salivazo al suelo y dijo:_ Me dijeron que en tu iglesia estaba la imagen del Pardo._ Tú lo has dicho, estaba._ ¿Y? ¿Qué pasó?_ Alguien, algún egoísta _ y lo miró con saña_, la robó._ Pero… ¿para qué, hombre?_ Para calmar su cochina conciencia, seguro.El desalmado volvió a recorrer los ojos sobre las paredes vacías del templo:_ Pero en esta iglesia no hay otras imágenes, Raúl._ Hace tiempo que se fueron del pueblo, Rufino._ Qué, acaso se fueron caminando solas._ En mulas y carneros, tal como llegaron._ Entonces en esta iglesia no hay intermediarios, la cosa es directa con dios, ¿no?_ Acaso, Rufino, necesitas cubrirte tras los hábitos de algún santo, como lo hacías tras las faldas de mamá_. Y el Padre Raúl no soportó más y escupió el veneno._ Mira, Raúl, los trapos sucios se lavan en casa y ésta que yo sepa no es la casa, es casa ajena._ Bien, eleva tus plegarias allá, en ese rincón, y después, si quieres, vienes aquí a confesarte.Al bandolero más temido de la tierra nadie le daba órdenes, ni su medio hermano siquiera, además, Dios escucha en cualquier parte, dijo y, muy molesto, desenfundó el revólver y le apuntó entre las cejas, dios no tiene sitio para mí en su cielo preñado de tormentas, y tú ya me tienes harto con tus aburrientos sermones, sentenció el bandolero. El Padre Raúl miró el cañón del revólver, esta vez su medio hermano estaba hablando en serio, no supo qué decirle pero algo había empezado a salir de su boca, una lava ardiente de palabras:_ No te tengo miedo, Rufino, nunca te tuve miedo. Tú hubieras sido el bandolero más peligroso de la tierra si no te hubieses dejado vencer por la pereza, tuviste muy cerca de tus manos el cariño de los pobres, el respeto de los parias, pero no, tuviste que dormirte a tus anchas y dejaste que te llamen simple ladrón. El precio que pusieron a tu cabeza por más que haya sido mucho, la verdad, era tan poco, sólo el gran Luis Pardo, merece que yo le tema, sólo él merece llamarse bandolero, porque ese sí era un bandolero; no le robaba a los pobres como tú lo haces, sino a los ricos; casi nunca engrasó su arma porque le bastaban los puños para defenderse; nunca contaba su dinero porque sabía que no era suyo; nunca se gastó un cobre para él sino para todos; nunca le robó a su madre; nunca le robó a una iglesia las imágenes de santos que el pueblo ha beatificado; nunca desconoció a su hermano apuntándolo con el cañón de su revólver por más que sea su medio hermano y nunca levantó a campanazos muy de madrugada a los moradores de un pueblo sólo por el capricho de oír misa debido a su cochina conciencia.El Padre Raúl echaba humo, todo el hervor de su ira se fue extinguiendo a medida que le salieron las palabras y, muy dentro de él, rogaba que el espíritu de Dios se posara en el corazón blindado de Rufino Cienfuegos, porque le había dicho perezoso en presencia de todos, menos bandolero, sí, el Padre rogaba que Dios caiga de los cielos aunque sea en forma de paloma antes que una bala certera de éste le cayera en la frente, pero nada, dios estaba de siesta porque ni si quiera oía el aleteo de palomas mensajeras. De pronto, cuando se le iba enfriando el volcán de su voz y los dedos del Cienfuegos temblaban de cólera en el frió del gatillo, un fragor de aromas empezó a invadir todo el recinto. La puerta de la iglesia se abrió lentamente. Volteamos a ver quién era, y era Rouss y el sándalo de su olor. Estaba en pijama y bostezaba como un ángel bajo el techo del templo. Las aletas de la nariz del bandolero se abrieron como las del toro, sus dedos se aquietaron, y esa fragancia lo envolvió en recuerdos y poco a poco su enojo se hacía nada:_ Mamá siempre te prefirió a ti _. Le dijo con una voz entrecortada creyendo oler en el aire a su madre _. Pero igual yo los quise._ Mentira, mamá fue de ambos y eso lo sabes muy bien, mamá nunca hizo distingos, a ambos nos amamantó igual, a ambos nos limpió el moco igual, a ambos nos limpió la mierda del culo igual y a ambos nos dio un tibio beso antes que cierre los ojos para siempre; pero tú preferías largarte de parranda cuando mamá alzaba el arado par ir al campo, preferías el bullicio de las calles cuando ella en silencio enfermaba en casa, preferías la compañía de los amigos cuando mamá estaba muriendo sola, sí, Rufino Cienfuegos, tú te fuiste, te largaste Rufino, nosotros no, nosotros nos quedamos, pero a pesar de eso mamá me dejó un mensaje para ti: “Lo que vas a ser sélo bien, si has nacido para Rufián, Rufino, esta bien, sélo, pero sé el mejor, carajo, porque sino vendré de la muerte para jalarte las orejas y dejarte cutu”.De repente, los ojos del bandolero más perezoso de la tierra estaban húmedos, había llorado y el diluvio de sus ojos ahogaba sus palabras, no podía articular ni una. De repente:_ He decidido… colgar el revólver, Raúl _soltó esa rosa de la boca enjugándose con los dedos sus llorosos ojos_, y de verdad ser de una vez por todas el bandolero más perezoso de la tierra, así es que necesito asilo, hoy que mamá se ha ido, hoy que no llegaré a poblar las paredes de tu iglesia como santo del pueblo, quiero quedarme aquí aunque sea de monaguillo, Raúl._ Ve y devuelve setenta veces siete lo que quitaste a los otros y regresa para darte yo mismo el salvoconducto al cielo. Ah, y devuelve las imágenes de los santos bandoleros porque, recuerda, en este pueblo no hay ladrones, Rufino.Entonces, por primera vez, vimos la sonrisa en esa cara de malo. Su seca garganta apuró en tomar el vino del cáliz y dejó puesto en el púlpito su largo revólver; luego, salió premioso como si nadie, ni la muerte misma lo apurara. Sus espuelas sonaban como choque de espadas. El jaco al verlo, relinchó, y el bandolero más perezoso de la tierra lo montó de un salto, tenemos un último trabajo, Raffles, le dijo, Dios por boca de mi medio hermano Raúl me lo ha encomendado, así es que apúrate que quiero volver antes del amanecer; salimos corriendo a ver, bajo la luz de la luna, la partida del bandolero más perezoso de la tierra y sólo vimos una sombra cabalgando entre el polvo del camino, corrimos más y vimos las huellas de los cascos del viejo Raffles, y a lo lejos, pero bien a lo lejos, oímos un relincho que jamás volvimos ni volveremos a escuchar.



 II



Hasta hoy, Rufino Cienfuegos, temido bandolero del Pueblo, nosotros, esperamos al alba tu intempestiva llegada; hablamos de ti, bajo el farol que tembló esa noche de tu llegada, cuando nos sorprende la luna en las arterias del pueblo, y, más de una vez, hemos visto al viento deambulando por vericuetos y plazas buscando tus pasos; Rufino Cienfuegos, hoy, a la edad de cristo, queremos confesarte algo: por ti profanamos todas las noches el recinto sagrado del Padre Raúl para engrasar el revólver que dejaste en el púlpito y así éste te espere listo en la aurora para asaltar a los ricos, sabemos que Dios, en estos casos, se hará el de la vista gorda, y tú y el Pardo pasen por santos en la iglesia del Padre Raúl, porque, la verdad, ya lo dijo el carpintero: “es más fácil que pase el camello por el ojo de un aguja que un rico entre al reino de los cielos”, hasta hoy aguardamos pegado el oído a la ventana, par que no nos sorprenda dormidos, el relincho casi humano de tu caballo bayo que consumía tabaco y licor; a veces jugamos a ser tú, y nadie quiere ser el bueno sino el rufián, porque el bueno espera como un cobarde a que otro haga justicia pero el rufián se arriesga a hacerlo, sí, hasta el “Mucharisa” cree que eres un héroe nacional y Ullon jura que esa noche de tu partida le tocaste la cabeza como señal de que él iba a tomar tu lugar, a veces soñamos ser tú, tirados en el campo que nos ayudaste a plantar y nuestro equipo de fútbol lleva una extensión de tu nombre: “Los Rufianes”; hemos guardado en nuestras alcancías de yeso (y de esto ya hace más de veinte años) todas nuestras propinas para que cuando vuelvas vivas tranquilo sin tener que alborotar los mandamientos de Dios y al llegar la noche te sientes ante el calor de las leñas para contarnos tu vida que jamás nadie quiso escuchar.

El Manatí

LA PESTE DEL INSOMNIO

MEMORIAS DEL MANATI


LA PESTE DEL INSOMNIO



Nos habíamos preparado tanto para esa fecha, Dios, que la noche anterior, de pura angustia, nadie pudo pegar los ojos. Al día siguiente, un alboroto de plumas y cacareos nos despertaron de golpe con los ojos rojos del insomnio y el aliento de pichi de gato en cada saludo. Y, tal como nos habíamos levantado, así subimos al bus, “las chicas, Señor, jamás deben saber el olor de nuestros bocas por las mañanas al levantarnos”, pensamos. Entonces, desesperados, buscamos la solución inmediata: todos los hombres no hablaríamos hasta llegar a nuestro destino y, una vez allí, hacer una colecta para la compra inminente del dentífrico más poderoso y el colirio más eficaz y así acabar, de una vez por todas, con los fantasmas del mal aliento y la peste del insomnio. Conscientes de lo que significaba el vaho del mal aliento que ya empezaba a empañar los cristales del bus, nos sometimos durante todo el viaje a un silencio total, nadie debería hablar, sí, así lo acordamos (pero más que un acuerdo, yo creo, fue por pura precaución. Y era lógico, tener a “Pegajoso” entre nosotros era pensar seriamente en la posibilidad de que si, por algún motivo ajeno a su voluntad, se le escapase sólo un bostezo, ahí sí, ¡maldición!, nos jugaríamos, irresponsablemente, el pellejo). De pronto, justo cuando el ómnibus arrancaba para irnos, apareció él. (Minutos antes, alguien ya lo había advertido al ver la sombra descomunal de una nariz cinco metros más adelante que la de su cara, doblando la esquina.)
_¡Miren, es ...es...¡_. Dudábamos. Tuvimos que esperar cinco largos minutos para recién reconocerlo, sí, cinco largos minutos desde la aparición repentina de la sombra descomunal de esa nariz doblando la esquina hasta la llegada tardía del propietario de ésta: Juan Fallopio. Una mezcla de Condorcanqui con Lennon: llevaba gafas oscuras sobre esa nariz desmesurada, jean ancho y gastado para disimular la miseria muscular de sus fémures y su clásico tennis negro con olor a formaldehído.
Dos horas después, llegamos a nuestro destino (los matorrales de Chosica) y apenas pisamos tierra, “patitas para que te quiero”, salimos, disparados como balas, de frente al regadero. Exorcizar los demonios del mal aliento era lo primero, después, aniquilar el rojo del insomnio en nuestros ojos; pero Juan Fallopio, maldita sea, ya nos había sacado varios cuerpos de ventaja, mejor dicho, varias narices, en esa pugna infame por llegar al único caño del lugar. Y, mientras expulsábamos los demonios del mal aliento, para sorpresa de todos, Juan Fallopio ya estaba frente a ella, bien peinado, empapado en colonia, con colirio en las pupilas y listo para seducir a la única rosa del pantano: Rouss.
Al mediodía, mientras el “Hormiguero” Juan Fallopio le soplaba a Rous la modorra de su cháchara, el hambre hacía estragos en nuestros cuerpos y el sol calcinaba nuestras testas. Las mujeres decidieron que nosotros, pobres moscardones insomnes, teníamos que armar la carpa del campamento, y para colmo, las cantimploras estaban vacías y los grifos, clausurados; pero para comprobar que los milagros son caseros dejamos a las chicas que hagan uno en la cocina, es decir, que cocinen algo, o sea cualquier cosa, pero, al fin y al cabo, que cocinen algo. Por supuesto, eso sí, con la advertencia de no causar una disentería en masa.
Después del refresco de agüita de cáscara de papa que nos dieron, la sopita de mollejas estuvo en algo ( y creo que hubiese estado mejor si a alguna de ellas se le hubiese ocurrido abrir las mollejas para limpiarlas, sacar las piedras y deshechos, y así evitarnos en el futuro una intervención quirúrgica por cálculos). Pero Juan Fallopio no había probado ni la sopa por no ensuciar sus dientes, ni estropear su aliento. Estaba resuelto a esperar, pacientemente, la oportunidad de tenerla cerca y confesarle bajito al oído que ella era la razón de su insomnio, y ocultarle que también era la razón del insomnio de todos nosotros, había entendido bien que para conquistar el corazón de Rouss no importaban los otros, ni si las tripas se le retorcían de hambre o el estómago le sonase por la úlcera como si fuese alcantarilla. “En el amor todo vale, hasta la alta traición”, decía Ullon después de cepillar sus dientes. Y mientras el resto todavía se disputaba el dentífrico a jalones, Juan Fallopio respiró hondo, se armó de valor y le soltó los versos asonantados de su discurso. Rouss una vez más nos decepcionaba, estaba encandilada con la perorata del narigón, y comprendimos que de nada valieron nuestras noches de insomnios, ni los dentífricos más costosos, y ni las atrevidas peinaditas ridículas con la rayita al medio. Él fue el único que tuvo el valor de decirle en la cara la razón por la cual sus ojos siempre estaban rojos, nosotros no. Él fue el único que le confesó sin tapujos lo que tenía atravesado en el pecho y que le dolía como espina por las noches, nosotros no.
A Juan Fallopio le sobraba lo que a nosotros nos faltaba: ¡VALOR¡ Valor para decir las cosas cuando se tienen que decir: en el momento oportuno, con las palabras sencillas y el corazón hecho un puño.
Es verdad, a Juan Fallopio pronto le pasó esa fiebre del amor por Rouss (o tal vez no), pero ahora lo vemos detrás de los pasos de otro amor, con la nariz de siempre y los mismos ojos de roedor. ¿Y nosotros? Aquí, sentados, con la ridícula rayita al medio aún y el tonto miedo al rechazo, a pesar de los años; es cierto, aquí estamos, esperando el día en que Rouss tenga el valor que nosotros nunca hemos tenido, y nos diga al oído lo que nosotros siempre por temor hemos callado, es decir: “Soy yo acaso la razón de tu insomnio”. Mientras tanto, noche tras noche, nos iremos haciendo viejos hasta que, de repente, un día, sintamos que ya estamos sobrando en el mundo, entonces recién, quizás, correremos desesperados a buscar a Rouss pero, tal vez, en ese momento ya sea, para nosotros, demasiado tarde.

El Manatí