MEMORIAS DEL MANATÍ
EL NOVENO MANDAMIENTO
El Manatí.
EL NOVENO MANDAMIENTO
I
Desde que ella llegó al Pueblo regando el sándalo de su olor por todos lados, lo alborotó todo. Ya no éramos los mismos de antes y nuestros sueños no volvieron a ser los mismos desde entonces. Hasta la iglesia del Padre Raúl dejó de ser concurrida, sobre todo por hombres, debido a que éstos, idiotizados por el mal de amores, rondaban la casa de Rouss como enamoradizos moscardones.
Esa mañana, reunidos en la plaza del Pueblo, buscábamos, una vez más, la forma de hacerle saber que su olor a sándalo nos embriagaba el alma y que, ebrios de amor, en cualquier momento estábamos a punto de perder los papeles para violentar el capullo rosado de sus labios y robarle, al vuelo, uno solo de sus besos. Jurábamos que esta vez ni ella, ni nadie, podría evitarlo. Y es que lo habíamos intentado todo y todo tan sólo por lograr el milagro de tenerla en frente nuestro, cara a cara, y hablarle de amores a calzón quitado, sí, esa mañana, estábamos todos, menos el Tobi. (Aunque él, en el fondo, sabía de nuestro delirio por Rouss, y es que el amor por ella se nos salía por los poros, pero el gordo se hacía el de la vista gorda.) El sabía que moríamos por ella, que nosotros, los sátrapas, los moscardones insomnes, éramos capaces de todo con tal que su hermana nos corresponda siquiera un poco; sabía que habíamos llamado a su puerta infinidad de veces sólo para que ella saliera y, escondidos tras las malezas del parque, poder verla un instante; sabía también que éramos nosotros los que habían lanzado por su ventana cartitas anónimas de amor escritas en cambuchos suicidas que su mamá de un sopetón los rompió; sabía, además, que nosotros éramos los ‘desadaptados’ que habían pintado todas las paredes del Pueblo con corazones rojos flechados de amor y con el nombre de ella muy junto al nuestro: “Rouss y Yo”, sí, así decía, para que la gente sepa que ella era la razón de nuestra dolorosa existencia, que nosotros éramos los que mandábamos a su casa, a diario, rosas, globos y bombones hasta abarrotarle todas las habitaciones, pasadizos, baños y balcones. Sí, enviábamos tanto que ya ni se podía transitar por la casa, no había espacio, no cabía ni siquiera un pelo, ni el viento, tanto así que, de repente, un día, desde el inodoro, alguien pegó un grito que hizo vibrar todos los vitrales.
_ ¡Basta, carajo, basta! ¡Déjenme cagar tranquila!
Era Doña Otti, que se había pinchado con cientos de espinas sus rollizas posaderas y , encima, se había estreñido con bombones.
Desde entonces, sólo enviábamos acordes de violines y, una que otra vez, conminábamos al viento a ulular insomne nuestro dolor en su ventana; sí, el Tobi lo sabía, sabía incluso que nosotros fuimos los que lanzaron al balcón esa bandada de pájaros cantores el día del cumpleaños de su hermana para que le piaran al oído, temprano por la mañana, “las mañanitas” y, maldita sea, éstos terminaron estrellándose en las lunas, y Rouss, por la bulla del impacto, despertó de un salto, creída que ese ciento de coloridos pájaros miopes y maltrechos que yacían desmayados entre un alboroto de pétalos, vidrios y plumas, era una señal del cielo por el día de su bendito onomástico, pero el Tobi ya se las “olía” y se las “olía” bien: “Son los sátrapas en pos del tierno corazón de mi hermana”, se dijo y salió, hecho un rayo, a buscarnos, pero sólo encontró el polvo de nuestra huida dibujando trazos de una socarrona risita en los aires. El gordo estaba que echaba humo por los hoyos de la nariz, la cólera le había mordido el ceño cruel como un tajo, y sus puños de la rabio trituraban “conejos” de sus dedos. Él, en el fondo, sabía todo lo que habíamos hecho por ella, mas nunca había sido capaz de decirle a su hermana esta boca es mía; pero, esa mañana, al no encontrarnos por ningún lado, y harto ya de nosotros, regresó a su casa y sin reparos le contó todo. Todo. Rouss ahora sabía, por boca de su propio hermano, que nosotros mendigábamos su amor hasta la lástima. Ella, hasta antes de eso, sólo lo intuía, tenía una corazonada, y el gordo ahora le había confirmado sus sospechas. Sospechas que, no sabemos cómo, pero se propaló hasta los oídos de las viejas chismosas del Pueblo, y, el chisme en boca de éstas era como un fósforo en el bosque, todo el Pueblo ya sabía que nosotros andábamos hechos unos locos deambulando las calles en busca de Rouss y dando vueltas alrededor de su casa como buitres muertos de hambre por su amor. Pero sabíamos también que el chisme, en boca de las viejas arpías del Pueblo, era mitad mentira y mitad verdad. Y sabíamos que esa mitad de que amábamos a Rouss hasta la lástima era verdad, lo aceptábamos; pero nunca supimos cuál había sido la otra mitad de sus chismes, sólo sabíamos que el gordo Tobi nos andaba buscando como aguja en un pajar y nosotros nos habíamos hecho humo ante sus ojos.
_ Porque ya estoy harto de sus desmanes _ nos contaron que dijo el gordo muy molesto, y mostraba aviones de papel abollados que llevaban en sus alas estrujadas acrósticos con el bello nombre de su hermana_ , sí, malditos sean, estoy harto de sus insensatos devaneos, harto de sus estúpidas disputas y de la venda inmensa que tienen en sus ojos. No ha nacido varón en el mundo que pueda hacer feliz a mi hermana. ¡No, no ha nacido! El corazón de esos bellacos es un hueco, el alma de ella, una mariposa eterna en vuelo, y nadie, ni ellos, sarta de enamoradizos moscardones, podrá tenerla presa entre sus brazos. Echaba chispas por los ojos y hasta espuma por la boca. Sus cabellos estaban más erizados que de costumbre y rojo de cólera era capaz de cualquier cosa. No, no podíamos caer en sus manos, debíamos evitarlo a toda costa, porque sabíamos que una vez frente a él, el Tobi no entraría en razón, no nos escucharía, sólo buscaría la forma de nacernos polvo. Sabíamos de la fuerza descomunal de sus piernas, un solo golpe de su elefantiásico pie diestro nos descalabraría el salma, así es que habíamos decidido no dejarnos ver por él, pero sí por Rouss, ella tenía que vernos a los ojos y saber que el amor brilla por ella en nuestras pupilas como estrellas, y aun de día.
Cuando la tarde estaba bostezando algunas sombras en el cielo, vino el milagro, sí, como cosa de Dios, de un momento a otro, salió Rouss y su olor a sándolo, indescriptiblemente, lo colmó todo. Caminaba despacio, como una delicada paloma en arrullo, como si de repente no caminase por las empedradas calles del Pueblo, sino por sobre nubes de seda, y su aroma, Dios, aah, su aroma, lo envolvía todo, todo. Tras ella vimos, escondidos entre las malezas, una sombra pequeña y peluda que iba brincando y echando ladridos.
_ ¡”Maya”! ¡”Maya”, no! _ ella reía haciéndole mimos al perro.
Ay, Dios, cómo queríamos ser perros por ese instante. “¿Perro?”, nos miramos sorprendidos. “¡Un perro! ¡Oh, no, un perro!”, y sentimos el dolor de vidrio molido de la angustia en el pecho; pero cómo, diablos, le íbamos a robar el beso tan jurado si ahora ella andaba custodiaba por un pulgoso perro. Sí, maldita sea, cómo, diablos, despistaríamos a ese peludo animal para robarle ese beso tan deseado, ¡cómo, Dios, cómo! Había que ponernos a idear algo, sí una idea, una buena idea. El “Mucharisa”, brazos cruzados, estaba absorto, en la busca de una de sus “brillantes” ideas; el “Pájaro”, como siempre, con los ojos rojos del insomnio, aprovechaba el tiempo para escribir cualquier tontera que según él llamaba poema; “Perro flaco” afinaba un ladrido nuevo para impresionar a Rouss el día que la tenga en frente y le cante sus verdades a los cuatro vientos, a Juan Fallopio se le colgaba la nariz de pura cólera como cucurucho maltrecho, y Ullon, como incienso, expelía un humillo endiablado de sus pies.
De pronto, Dios, la luz de una idea lo resplandeció todo y el alma se nos vino al cuerpo.
_ Ullon, ¿traes puestas las mismas medias de ayer? _ dijo el “Perro flaco”, haciendo un gesto de mal olor frente a ese humo maloliente. Ullon tras esa pregunta miró de reojo a todos, a ver si todos habían parado las orejas y, la verdad, todos habíamos escuchado, es más, lo olíamos, y Ullon que no sabía donde meter la cara, quería que la tierra ahí mismo se lo tragara, pero:
_ Déjate de cosas y contesta, es por demás que quieres ocultar lo que ya todos saben_ habló el “Pájaro” muy molesto, porque el tiempo apremiaba.
_ Esta bien. Sí, los llevo puestos_ y se los quitó y los puso en las manos del “Mucharisa” _ Ahí tienen, hagan con ellas lo que quieran.
Lo amarramos de un extremo con un hilo delgado y vimos que Rouss ya se acercaba y, casi sin hacer ruido, sin que ella se dé cuenta, lo lanzamos a sus pies y “Maya” había mordido ese anzuelo.
Y Rouss y sus besos serían sólo para nosotros. De repente, ocultos entre las malezas, encapuchados hasta las manos, sentimos que el incauto animal jalaba los calcetines, esperamos pacientemente el sonido de un golpe seco que nos diga que el perro había caído de un desmayo por el olor a pezuñas que era casi letal. Y... ¡pum!, dicho y hecho, cayó, sí, había caído, y salimos raudos a interceptar a Rouss y secuestrarla entre nuestros brazos y decirle al oído: “¡Alto! Esto es un asalto”, y robarle del madero de sus labios un tibio clavo de sus besos; pero, encontramos a “Maya” tirado en la acera y a Rouss con los ojos casi volteados a punto del desmayo.
_ Tenemos que hacer algo _ dijo muy nervioso el narigón del “Hormiguero”.
_ Desháganse de las medias, primero _ advirtió el cerdo _, luego la llevaremos a su casa y diremos la media verdad, que la encontramos en nuestro camino tal como está.
_ Y guardamos la otra mitad que nos compromete _ señaló el “Mucharisa”.
_ Me parece genial, Ullon, pero... ¿y el gordo Tobi? _ preguntó “Perro flaco”.
_ Ya nos preocuparemos de él cuando lo tengamos en frente, ahora déjenme darle un beso aunque sea en la mejilla _ habló el “Pájaro”, extasiado con su aroma a sándalo.
_ No decías que te daba igual si la besabas o no _ sacó el cerdo esa carta bajo la manga.
_ Bueno, viéndola así, dormidita como una virgercinta, acaso no les provoca profanar sólo sus mejillas muchachos _ el ave se defendía a capa y espada.
_ Para que sepan, yo la vi primero y es mía desde el primer día que pisó este Pueblo _ Ullon hablaba rojo, hecho un demonio.
_ Eso dices tú, cerdo infame, ella me pertenece a mí, ya que yo fui el primero que se atrevió a hablarle de amor _ el “Hormiguero” interrumpió groseramente.
_ Ah, no, eso no es nada, para que sepan todos, ella me dio una fotografía suya...acá lo tengo, ¡miren! ... _ el “Perro flaco” sacó de su bolsillo un daguerrotipo de ella, en blanco y negro, y juraba que Rouss con sus propias manos se lo había entregado en muestra de: “ustedes ya imagínense”, dijo.
_ Esto no se va quedar así, jetón _ dijo el “Pájaro” y..._ ¡Rouss despierta, despierta, por favor, Rouss, despierta!
Y decidimos llevarla a su casa, allí hablaría. Tobi no se ‘tragaba’ el cuento de que así la habíamos encontrado: Desmayada en la acera; pero, Doña Otti nos agradeció el gesto e incluso nos permitió pasar a su aposento a verla un instante.
_ Vayan a verla, creo que ya despertó.
“Me las vas a pagar, narigón del demonio; y tú a mí, cerdo infame, calla su tal por cual”, desenvainábamos el acero de nuestras lenguas por el corredor que nos llevaba a su habitación. De repente, se abrió de par en par su puerta y nos derretimos como mantequilla ante el sol de sus ojos, ella nos sonreía, Dios, y olvidamos por completo las disputas, sólo sentíamos que volábamos en su dormitorio, que nos habían crecido alas y sentíamos mariposas revoloteando en nuestro pechos, aaah, el amor nos tenía presos; pero nos sentíamos libres amándola así.
Esa noche rompimos, Dios, el noveno de tus mandamientos: No codiciar. Y, la verdad, la codiciábamos, Dios. Y codiciábamos uno solo de sus besos, sólo uno solo. Y ¿sabes qué? Gracias, porque esa noche, en muestra de agradecimiento por rescatarla de ese abrupto desmayo, nos dio un beso, sólo uno, pero ese uno valió por miles, valió uno de tus cielos, porque desde entonces, Dios, te juro que somos chicos buenos.
1 comentario:
me gusto mucho esta historia porque se trata de que ellos "mueren" por un besos de Rouss, hacen lo que sea por estar a su lado y se enfrentarían a su hermano de Rouss " el gordo Tobi
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