MEMORIAS DEL MANATÍ
ESA NOCHE ERA LA NOCHE
El Manatí.
ESA NOCHE ERA LA NOCHE
I
Nos advirtieron que por nada del mundo fuéramos a la verbena del Pueblo, que Ullon, el pitoniso del Pueblo, en una de sus habituales siestas había tenido un pálpito: “Esta noche será la noche”, dijo tartamudeando y frío de los nervios esa tarde ojerosa del sábado. Pero estábamos hartos de sus malditos pálpitos y de sus descabellados pronósticos, y es que, casi siempre, el puerco blanco se equivocaba. La verdad, ya estábamos hartos de sus arteros vaticinios, tanto que decidimos no hacerle caso esa tarde, total, para nosotros esa noche sí era la noche, pero la noche de la verbena del Pueblo y ella estaría ahí, juntito a nosotros, relumbrándolo todo y nada ni nadie impediría que la tuviéramos tan cerca. Las palabras del cerdo siempre nos sonaron a huecas, a fofas. Y esa noche ni su malagüera boca evitaría que fuéramos a verla; de repente, de un momento a otro, un manto de nubes se tendió sobre ese cielo de esa tarde del sábado, y se preñó de relámpagos. Amenazaba una lluvia y presentimos que algo malo iba a pasar, sí, se nos hizo un nudo en el pecho: “Ella no vendría”, pensamos, la lluvia la obligaría a meterse temprano a la cama. Pero, “si ella no viene a nosotros, nosotros iremos raudos a buscarla”, nos dijimos como una arenga de asalto, estábamos decidido a todo. Sí, habíamos jurado que nada, ni Dios, ni el diluvio, ni nadie impedirían que esa noche la viéramos en la verbena del Pueblo.
A las siete, los relámpagos rasgaban el cielo hasta hacerlo tiras, entonces sentimos la espina de la duda punzándonos el pecho, y rápido fuimos donde el cerdo a preguntarle una vez más por qué, según él, esa noche sería la noche, la noche de qué, le exigimos que sea claro, ¡habla!, le gritamos, pero no precisó nada, sólo nos dio algunas ideas muy vagas de su premonición innata y nos dijo que presentía que “esa noche era la noche y punto”, así lo sentía y eso le bastaba como pálpito, además los oráculos y los días rojos del calendario así lo confirmaban. Pero no le entendíamos, nunca lo íbamos a entender, así es que lo dejamos ahí, solo con su perorata y envuelto entre las sombras de la noche mojada y su paroxismo de profeta incomprendido.
Era la última vez que habría quema de castillo a la media noche por el día del Pueblo y, eso sí, a nadie, ni a Dios, ni al diablo, mucho menos a Ullon, les permitiríamos que nos aguaran la fiesta, porque “esa noche sí era la noche”, pero era nuestra noche, la noche en la que nosotros corazones, destajados de amor, iban a sollozar a su oído sus quejas de amor, estábamos decididos a decirle en la cara que la verbena había sido sólo un pretexto para verla de frente a los ojos y mostrarle el hato de llantos que teníamos atascados en el pecho, porque esa era la única razón que nos congregaba esa noche, el amor hecho nudos, sí, ahí estaríamos, a su lado, hasta que nuestros corazones se hagan astillas y polvo y, así la lluvia nos caiga en la cara como escupitajos iracundos de Dios, ahí estaríamos aún. No, Rouss no se nos escaparía esta vez de nuestras manos, su hora había llegado y, de una vez por todas, ella misma decidiría con quién de todos se quedaba; pero en el fondo, bien en el fondo, Ullon tenía razón, esa noche era la noche, nuestra noche y nada ni nadie impediría que así fuera, porque sabíamos que después de los relámpagos el viento pasaría tranquilo silbando por las húmedas calles del Pueblo, así es que ella tendría todo el tiempo del mundo para elegir por fin en los brazos de quién descubriría el amor. Así es que decidimos que vestiríamos el mejor atuendo para esa noche, sin trampas, ni rencores, con el corazón en la mano y en la solapa del saco un detalle, porque esa noche era la noche, “nuestra noche”.
Piter “Manotas”, por ejemplo, exhibiría una rosa roja incrustada en el ojal como metáfora de su corazón atravesado por años; el “Hormiguero” Juan Fallopio, una leontina de plata argentina con el rostro de Rouss acuñado en el reverso; “Perro flaco”, la inicial de sus nombre entrelazados y bordados con hilos de oro en el lado izquierdo del frac; el “Mucharisa”, una mariposa dorada del tamaño de su palma que emanaba esencias de sándalo por las alas, y el “Pájaro”, un manojo de poemas sueltos escritos para ella a punta de lágrimas hasta el alba.
Esa noche, el cielo se rajaba en relámpagos y empezábamos a sospechar que ella no vendría, entonces deslizamos, a hurtadillas bajo su puerta, un sobre lacrado donde se la invitaba urgente a la verbena del pueblo, estábamos seguros que al leerla no la rechazaría y al fin la tendríamos tan cerca y, quieran o no, bailaríamos con ella hasta la aurora,; de repente, alguien soltó la “bomba” de una noticia:
Rouss estaba enferma y no iría a la verbena del Pueblo. La noticia fue como un baldazo de agua fría en pleno invierno, una cachetada con los nudillos repletos de anillos. El corazón se nos hizo un puño y el alma se nos escurría por los poros. Ay, Dios, a muchos nos brillaron los ojos hasta las lágrimas esa noche y preferimos que se acabe el mundo en ese instante, sí, preferimos que nos aplaste la noche hasta hacernos trizas. (De razón, algo presentía el cerdo) Definitivamente esa noche no era la noche, y como nunca, maldita sea, las corazonadas del cerdo se cumplían.
El “Hormiguero” Juan Fallopio, hecho un diablo, caminaba de arriba a bajo maldiciendo la malagüera boca del puerco. Se mordía las uñas de pura cólera, empapado hasta los huesos, apunto de “pescar un resfriado”, juraba que el maldito cerdo se las pagaría. Había gastado todos sus ahorros en la compra desaforada de la leontina de plata para nada, “Perro flaco”, que violentó su “chanchito” de yeso para mandar bordar sus nombres con hilo dorado, aulló entre dientes, pero olvidó el viejo refrán de que “todo perro tiene su día...”, y recién al recordarlo soltó un alarido que se confundió con el viento; el “Pájaro” hacía de sus poemas picadillo en el aire y los recitaba casi con el corazón el los labio; pero esperanzados en que “mañana era feriado y los benditos cuidados del catarro podían esperar”, decidimos insistir con otra carta. De pronto, oímos ruido de música sacra, a lo lejos, por la calle ancha apareció Ullon, en sandalias y con una túnica blanca, hablando en parábolas y bendiciendo viudas y enfermo. Una tropelía de gente lo seguía. (De repente, ante nuestros ojos, increíblemente, como por arte de magia, habían cesado los relámpagos.) Preguntamos a la muchedumbre lo que sucedía, es domingo de ramos, ¡qué!, no puede ser, sí, fíjense en el calendario, y sí, era domingo de ramos, en el calendario había caído feriado el mismo día en que celebraríamos el día del Pueblo, por lo tanto no habría verbena. La gente nos recordó que, el domingo anterior, el cerdo había sido elegido por todos para representar este año a Cristo por la bendita semana santa; sí, moriría en la cruz por todos nosotros, aunque sabíamos que el puerco solo lo hacía por Rouss y, estábamos seguros, solo “moriría” por ella, porque ahora recordábamos bien lo que nos había dicho con su risita cachosa ese domingo después de la elección, que él, al tercer día, resucitaría sólo por ella mientras que por nosotros, fariseos deicidas, sólo soltaría un eructo; y mientras la muchedumbre iba tras el falso profeta sahumando incienso por donde éste había dejado las huellas de sus paso, increíblemente, veíamos cómo se disputaban por tocarle su túnica y así sanar de sus males. Sí, Ullon se había convertido, solo por esa semana, en el rabino del Pueblo, sí, en el bendito prodigio que hablaba en lenguas extrañas y multiplicaba panes y peces, la procesión abarrotó las calles empedradas y mojadas del Pueblo, el Cristo colorado del Pueblo deambulaba por recovecos y rincones haciendo milagros caseros con su blanco pañuelo en el aire. (Nunca el Padre Raúl nos había hablado que Cristo predicaba con pañuelo en mano, pero en fin, Ullon era Ullon y de él había que esperar cualquier cosa.) Y cuando apenas sentía los flasher de las cámaras el figureti posaba de costadito esbozando en los labios una vieja sonrisa de bandido; sí, ese día nos quedamos con los crespos hechos y tuvimos que acompañar al Cristo colorado del pueblo.
Desde entonces, en todos los calendarios del Pueblo han quedado marcado de rojo la semana santa en la misma fecha en que celebrábamos el día del Pueblo, y desde esa noche nos hemos quedado para siempre con las ganas de verla en la verbena, parada ahí, entre la quema de castillos y la bandada de palomas y pétalos arrojadas por los aires y sobre sus cabellos, sí, nos quedamos ahí, bien a la pilcha y con las ganas, y ese tiro de que “ahora sí se decidirá con quién de nosotros se quedaba” nos salió por la culata. El maldito pálpito del cerdo se llevó acabo: “Esa noche era la noche, sí, era la noche, pero la noche de nuestro infortunio, la noche infame del impostor, la noche réproba del cerdo redentor”.
II
Muchos años después, nos enteraríamos que el cerdo nos había repartido otro calendario, que él lo había preparado todo y que un día antes de la verbena el flamante Cristo colorado del Pueblo había hablado a solas con Rouss, y la había invitado. Sí, nos enteraríamos también que ese día había tenido en la mano la culpa del maldito catarro de Rouss: su pañuelo blanco lleno de mocos, que luego agitó por recovecos y rincones propalando su gripe y haciendo milagros baratos y caseros; pero, eso sí, en lo que no se pierde nada, siempre algo se gana. Muchos años después el cerdo se enteraría que por su grandísima culpa Rouss no estuvo esa noche de su representación ente la multitud y que no lo vio “morir” en la cruz por su amor después de decir, al unísono y al pie de la letra, las siete palabras que tanto le había costado memorizar, aunque algunos juraan que lo escucharon improvisar una octava palabra que decía así: “Si tú fueras el cielo todos quisiéramos ser Dios”, pero Rouss tampoco estuvo al tercer día cuando volvió éste de los muertos y la buscó como un loco entre la multitud.
El Manatí.