miércoles, febrero 23, 2011

ESA NOCHE ERA LA NOCHE

MEMORIAS DEL MANATÍ

ESA NOCHE ERA LA NOCHE




I



Nos advirtieron que por nada del mundo fuéramos a la verbena del Pueblo, que Ullon, el pitoniso del Pueblo, en una de sus habituales siestas había tenido un pálpito: “Esta noche será la noche”, dijo tartamudeando y frío de los nervios esa tarde ojerosa del sábado. Pero estábamos hartos de sus malditos pálpitos y de sus descabellados pronósticos, y es que, casi siempre, el puerco blanco se equivocaba. La verdad, ya estábamos hartos de sus arteros vaticinios, tanto que decidimos no hacerle caso esa tarde, total, para nosotros esa noche sí era la noche, pero la noche de la verbena del Pueblo y ella estaría ahí, juntito a nosotros, relumbrándolo todo y nada ni nadie impediría que la tuviéramos tan cerca. Las palabras del cerdo siempre nos sonaron a huecas, a fofas. Y esa noche ni su malagüera boca evitaría que fuéramos a verla; de repente, de un momento a otro, un manto de nubes se tendió sobre ese cielo de esa tarde del sábado, y se preñó de relámpagos. Amenazaba una lluvia y presentimos que algo malo iba a pasar, sí, se nos hizo un nudo en el pecho: “Ella no vendría”, pensamos, la lluvia la obligaría a meterse temprano a la cama. Pero, “si ella no viene a nosotros, nosotros iremos raudos a buscarla”, nos dijimos como una arenga de asalto, estábamos decidido a todo. Sí, habíamos jurado que nada, ni Dios, ni el diluvio, ni nadie impedirían que esa noche la viéramos en la verbena del Pueblo.

A las siete, los relámpagos rasgaban el cielo hasta hacerlo tiras, entonces sentimos la espina de la duda punzándonos el pecho, y rápido fuimos donde el cerdo a preguntarle una vez más por qué, según él, esa noche sería la noche, la noche de qué, le exigimos que sea claro, ¡habla!, le gritamos, pero no precisó nada, sólo nos dio algunas ideas muy vagas de su premonición innata y nos dijo que presentía que “esa noche era la noche y punto”, así lo sentía y eso le bastaba como pálpito, además los oráculos y los días rojos del calendario así lo confirmaban. Pero no le entendíamos, nunca lo íbamos a entender, así es que lo dejamos ahí, solo con su perorata y envuelto entre las sombras de la noche mojada y su paroxismo de profeta incomprendido.

Era la última vez que habría quema de castillo a la media noche por el día del Pueblo y, eso sí, a nadie, ni a Dios, ni al diablo, mucho menos a Ullon, les permitiríamos que nos aguaran la fiesta, porque “esa noche sí era la noche”, pero era nuestra noche, la noche en la que nosotros corazones, destajados de amor, iban a sollozar a su oído sus quejas de amor, estábamos decididos a decirle en la cara que la verbena había sido sólo un pretexto para verla de frente a los ojos y mostrarle el hato de llantos que teníamos atascados en el pecho, porque esa era la única razón que nos congregaba esa noche, el amor hecho nudos, sí, ahí estaríamos, a su lado, hasta que nuestros corazones se hagan astillas y polvo y, así la lluvia nos caiga en la cara como escupitajos iracundos de Dios, ahí estaríamos aún. No, Rouss no se nos escaparía esta vez de nuestras manos, su hora había llegado y, de una vez por todas, ella misma decidiría con quién de todos se quedaba; pero en el fondo, bien en el fondo, Ullon tenía razón, esa noche era la noche, nuestra noche y nada ni nadie impediría que así fuera, porque sabíamos que después de los relámpagos el viento pasaría tranquilo silbando por las húmedas calles del Pueblo, así es que ella tendría todo el tiempo del mundo para elegir por fin en los brazos de quién descubriría el amor. Así es que decidimos que vestiríamos el mejor atuendo para esa noche, sin trampas, ni rencores, con el corazón en la mano y en la solapa del saco un detalle, porque esa noche era la noche, “nuestra noche”.

Piter “Manotas”, por ejemplo, exhibiría una rosa roja incrustada en el ojal como metáfora de su corazón atravesado por años; el “Hormiguero” Juan Fallopio, una leontina de plata argentina con el rostro de Rouss acuñado en el reverso; “Perro flaco”, la inicial de sus nombre entrelazados y bordados con hilos de oro en el lado izquierdo del frac; el “Mucharisa”, una mariposa dorada del tamaño de su palma que emanaba esencias de sándalo por las alas, y el “Pájaro”, un manojo de poemas sueltos escritos para ella a punta de lágrimas hasta el alba.

Esa noche, el cielo se rajaba en relámpagos y empezábamos a sospechar que ella no vendría, entonces deslizamos, a hurtadillas bajo su puerta, un sobre lacrado donde se la invitaba urgente a la verbena del pueblo, estábamos seguros que al leerla no la rechazaría y al fin la tendríamos tan cerca y, quieran o no, bailaríamos con ella hasta la aurora,; de repente, alguien soltó la “bomba” de una noticia:

Rouss estaba enferma y no iría a la verbena del Pueblo. La noticia fue como un baldazo de agua fría en pleno invierno, una cachetada con los nudillos repletos de anillos. El corazón se nos hizo un puño y el alma se nos escurría por los poros. Ay, Dios, a muchos nos brillaron los ojos hasta las lágrimas esa noche y preferimos que se acabe el mundo en ese instante, sí, preferimos que nos aplaste la noche hasta hacernos trizas. (De razón, algo presentía el cerdo) Definitivamente esa noche no era la noche, y como nunca, maldita sea, las corazonadas del cerdo se cumplían.

El “Hormiguero” Juan Fallopio, hecho un diablo, caminaba de arriba a bajo maldiciendo la malagüera boca del puerco. Se mordía las uñas de pura cólera, empapado hasta los huesos, apunto de “pescar un resfriado”, juraba que el maldito cerdo se las pagaría. Había gastado todos sus ahorros en la compra desaforada de la leontina de plata para nada, “Perro flaco”, que violentó su “chanchito” de yeso para mandar bordar sus nombres con hilo dorado, aulló entre dientes, pero olvidó el viejo refrán de que “todo perro tiene su día...”, y recién al recordarlo soltó un alarido que se confundió con el viento; el “Pájaro” hacía de sus poemas picadillo en el aire y los recitaba casi con el corazón el los labio; pero esperanzados en que “mañana era feriado y los benditos cuidados del catarro podían esperar”, decidimos insistir con otra carta. De pronto, oímos ruido de música sacra, a lo lejos, por la calle ancha apareció Ullon, en sandalias y con una túnica blanca, hablando en parábolas y bendiciendo viudas y enfermo. Una tropelía de gente lo seguía. (De repente, ante nuestros ojos, increíblemente, como por arte de magia, habían cesado los relámpagos.) Preguntamos a la muchedumbre lo que sucedía, es domingo de ramos, ¡qué!, no puede ser, sí, fíjense en el calendario, y sí, era domingo de ramos, en el calendario había caído feriado el mismo día en que celebraríamos el día del Pueblo, por lo tanto no habría verbena. La gente nos recordó que, el domingo anterior, el cerdo había sido elegido por todos para representar este año a Cristo por la bendita semana santa; sí, moriría en la cruz por todos nosotros, aunque sabíamos que el puerco solo lo hacía por Rouss y, estábamos seguros, solo “moriría” por ella, porque ahora recordábamos bien lo que nos había dicho con su risita cachosa ese domingo después de la elección, que él, al tercer día, resucitaría sólo por ella mientras que por nosotros, fariseos deicidas, sólo soltaría un eructo; y mientras la muchedumbre iba tras el falso profeta sahumando incienso por donde éste había dejado las huellas de sus paso, increíblemente, veíamos cómo se disputaban por tocarle su túnica y así sanar de sus males. Sí, Ullon se había convertido, solo por esa semana, en el rabino del Pueblo, sí, en el bendito prodigio que hablaba en lenguas extrañas y multiplicaba panes y peces, la procesión abarrotó las calles empedradas y mojadas del Pueblo, el Cristo colorado del Pueblo deambulaba por recovecos y rincones haciendo milagros caseros con su blanco pañuelo en el aire. (Nunca el Padre Raúl nos había hablado que Cristo predicaba con pañuelo en mano, pero en fin, Ullon era Ullon y de él había que esperar cualquier cosa.) Y cuando apenas sentía los flasher de las cámaras el figureti posaba de costadito esbozando en los labios una vieja sonrisa de bandido; sí, ese día nos quedamos con los crespos hechos y tuvimos que acompañar al Cristo colorado del pueblo.

Desde entonces, en todos los calendarios del Pueblo han quedado marcado de rojo la semana santa en la misma fecha en que celebrábamos el día del Pueblo, y desde esa noche nos hemos quedado para siempre con las ganas de verla en la verbena, parada ahí, entre la quema de castillos y la bandada de palomas y pétalos arrojadas por los aires y sobre sus cabellos, sí, nos quedamos ahí, bien a la pilcha y con las ganas, y ese tiro de que “ahora sí se decidirá con quién de nosotros se quedaba” nos salió por la culata. El maldito pálpito del cerdo se llevó acabo: “Esa noche era la noche, sí, era la noche, pero la noche de nuestro infortunio, la noche infame del impostor, la noche réproba del cerdo redentor”.


II


Muchos años después, nos enteraríamos que el cerdo nos había repartido otro calendario, que él lo había preparado todo y que un día antes de la verbena el flamante Cristo colorado del Pueblo había hablado a solas con Rouss, y la había invitado. Sí, nos enteraríamos también que ese día había tenido en la mano la culpa del maldito catarro de Rouss: su pañuelo blanco lleno de mocos, que luego agitó por recovecos y rincones propalando su gripe y haciendo milagros baratos y caseros; pero, eso sí, en lo que no se pierde nada, siempre algo se gana. Muchos años después el cerdo se enteraría que por su grandísima culpa Rouss no estuvo esa noche de su representación ente la multitud y que no lo vio “morir” en la cruz por su amor después de decir, al unísono y al pie de la letra, las siete palabras que tanto le había costado memorizar, aunque algunos juraan que lo escucharon improvisar una octava palabra que decía así: “Si tú fueras el cielo todos quisiéramos ser Dios”, pero Rouss tampoco estuvo al tercer día cuando volvió éste de los muertos y la buscó como un loco entre la multitud.

El Manatí.

LA MANZANITA DE ADÁN

MEMORIAS DEL MANATÍ

LA MANZANITA DE ADÁN






Nos dijeron en la misa que Dios hizo a la mujer por error: Seis días de trabajo lo habían agotado, tanto que se le olvidó colocar la última costilla al hombre y se le cayó una gota de sudor en el seco barro que aún tenía entre las manos, entonces, cansado del trabajo extremo, se resopló el cerquillo (porque en esos tiempos Dios usaba cerquillo) y, sin querer, parte de su aliento fue a parar a ese barro informe que más tarde tuvo forma y mal llamamos “Mujer”. La verdad, con la creación de ésta nos fregaron a todos nosotros, los hombres, porque, valgan verdades, si la mujer hubiese sido buena, Dios también tendría una, o ¿no?, Padre Raúl; nos dijeron en la iglesia que el día de la caída Dios pegó un grito al cielo, tan fuerte que a Adán, del susto, se le atascó en la garganta un pedazo de la manzana que la mujer le dio de comer.

_ Con ellas _ dijo molesto el Padre Raúl_ la caída fue eso, una caída y no un tropiezo como nos quieren hacer pensar los santos apóstoles.

Y, la verdad, tiene razón el Padre Raúl, ellas son nuestras “Caídas”, el prohibido fruto andante, la vil tentación hecho carne, la costilla sangrante que aún nos falta en el costado y el soplo restante que se le quedó al barbudo de Dios en el aire, dice, con mucha razón, el Padre Raúl, que cuando éstas silban hasta el diablo se divierte.

_ El Padre Raúl está en lo cierto_ dijo el “Mucharisa” esa mañana en el atrio del templo, con los ojos al borde del llanto_ La mujer, como los eclipses, los terremotos y los años bisiestos, fue un error que le costó caro al Señor, muy caro.

(Había leído a San Gabriel, esas eran sus palabras en uno de sus evangelios. Y sabíamos que lo decía por la Tola, pero nos hicimos los desentendidos, el “Mucharisa” lloraba por dentro).

_ Sí, por supuesto que tiene razón el Padre Raúl _ interrumpió el cerdo _ la tranquilidad del paraíso hubiera sido por siempre nuestra y ya no hubiera sido necesario la maldición del trabajo _ hablaba el cerdo tirado en el baldosa encerada del patio, con los brazos cruzados bajo la nuca.

_ El amor nos hace débiles, mientras la mujer se hace fuerte. ¿Quién realmente es el sexo débil? _ lanzó al aire esa pregunta el “Mucharisa”, con la voz entrecortada, sin hacerle caso al cerdo.

_ ¡Qué! ¿Cómo que quién? – “Perro flaco” no toleró tamaña desfachatez, le tocó la frente al “Mucharisa” por si lo tenía calenturada, pero no, no era ningún extraño delirio, no había síntoma de fiebre, ¿entonces?, tal vez el sol del mediodía, pensó, sí, debe haber sido eso lo que le ha sancochado las ideas, una insolación, sí, eso, una insolación que ampolló su cerebro, se decía el “Perro”. El cerdo se puso en pie y cogió del piso una piedra e hizo una señal para que todos cogieran otra y, luego, dijo:

_ El que en estos mismos instantes se halle limpio de pecado por amar a una mujer que lance la primera piedra.

Nadie lanzó. Las apretaron fuerte entre sus manos, con rabia loca, hasta hacerlas polvo, sí, fuerte, con furia intensa, y sólo cayeron al suelo polvo y unos cuantos lagrimones agrios.

_ Ahora ¿me entienden? _ preguntó el cerdo con un dolor de cuchillos en el pecho y los ojos casi rojos del llanto.

“El amor tiene esa cosas locas, a algunos nos redime, a otros nos condena”, hablaba entre parábolas el pseudo filósofo del Pueblo. Pero estábamos destrozados, nos habían deshojado el corazón, lo teníamos en la mano y con el alma pendiendo de un hilo, el amor había hecho estragos en nosotros y ni Dios, ni nadie, podía ya remediarlo. Rouss era la única esperanza que nos quedaba bajo la manga, pero temíamos que un solo error, uno solo y lo estropeará todo, y, ahí sí, definitivamente, se nos vendría el cielo abajo. Por eso preferíamos hasta hoy amarla en silencio, ni siquiera el Padre Raúl lo sabía, podíamos confesarle todo, confesar, por ejemplo, que dibujamos en el baño del templo una hostia enorme en forma de culo, que a Doña Flora, mientras dormía sus siesta, le hicimos bigotes y que nos tirábamos a escondidas el vino de la misa y, ebrios de desamor, meábamos sobre las bancas y los jarrones dibujando ese nombre hereje con letra corrida, todo podíamos confesarle, pero que la amábamos, eso no. El destino nos había sido desleal muchas veces como para creernos dueños del mundo, ya no creíamos en nadie, mucho menos en ellas, en las culpables de la manzana de Adán.

_ ¿Ni en Rouss?

La pregunta quedó flotando en la atmósfera en espera de que cualquiera la responda, no sabemos quién la hizo, pero nadie la absolvió. Ullon se fue por la tangente y habló que un manojo de paja en la mano del hombre es más fuerte que un roble, que la amistad entre nosotros, los parias de amor, debería ser igual a éstas y no como vasija de arcilla, no como jarrón de cristal, que al más leve golpe se quiebra, se hace añicos y sólo nos queda un sabor amargo en el alma, una sensación de vacío que por nada del mundo lo llena, decía el cerdo y filosofaba y filosofaba dando rienda suelta a su lengua que hablaba en parábolas y que nos tenía boquiabiertos con su perorata bendita que no sabemos de dónde, diablos, la sacó.

De repente:

_ Cría cuervos y te sacarán los ojos _ sentenció el “Mucharisa”, casi escupiendo esa frase y como saboreando sangre en el paladar a medida que la pronunciaba. al verle directo a los ojos, vimos que echaba chispas por éstos y sus manos, de pronto, hicieron dos puños. De pronto, hizo estallar un grito en su boca:

_ ¡No! Ni el amor, ni la amistad son ciertos ¿ O no, cerdo? _ miró de frente a las pupilas de Ullon, mandó un salivazo al suelo, como desafiándolo a muerte, y, sí, no podíamos equivocarnos, quería matarlo con los ojos.

Ullon había olvidado que tenía una cuenta pendiente con el “Mucha”, su maldita boca enredada de parábolas había encendido la mecha al hablar de amistad y la bomba de un viejo pleito estaba a punto de estallar. Sí, el cerdo al verle a los ojos los vio rojos del llanto y volvió a ver, otra vez esos mismos ojos llorosos de aquella mañana cuando le mintió en la cara que la gorda Vicky no iría a verlo a la plaza como habían quedado, porque había vuelto a enredarse en los entrampados brazos del “Zocotroco”, sí, lo recordó clarito, perfectamente, palabra tras palabra, y, recordó también que lo hizo sólo por querer sacar ventaja, para darse tiempo y ganarse de apoco el corazón adiposo de la gorda, y así tener entre sus manos sus rollizas formas, y, de repente, el fogonazo de otro recuerdo le iluminó otra vez la memoria y volvió a esa noche de luna cuando sus manos estaban apunto de apretar la voluminosa posadera de ella y sintió, de pronto, el roce de un puño que le raspó el gañote y, Diosito Santo, patitas para qué te quiero, voló más rápido que apurado y eso de que los chanchos no vuelan esa noche se vino a tierra, sí, y , una vez más, sintió, en ese segundo de recuerdos, las mortales cuchilladas de la angustia que había sentido, esa noche, al ser perseguido por esa sarta de enamoradizos vándalos avezados a disputarse a navajazos con quien sea el pringoso corazón de la gorda en celos; sí, Ullon, esa noche fue “fuga”, sólo dejó en su huida un rastro de polvo en el asfalto y un desesperado grito que ni recogió el viento, ya a salvo, aceptó que había perdido el adiposo corazón de la gorda Vicky y, sobre todo, la amistad de su primo, el “Mucha”, sangre de su sangre, carne de su carne, éste le miró, con un charco de odio en la mirada, se acercó lentamente hacia él y recordó las únicas palabras que salieron de la boca del puerco ese día como explicación: “Primo, descuida, no pasó nada y es que chancho con chancho no pega”.

_ Esta bien, deja de mirarme como si fuera una escoria.

_ ¡Cómo, diablos, quieres que te mire! _ se acercaba más y más el “Mucharisa”, con una cara de pocos, poquísimos amigos, mientras el cerdo retrocedía con un bolo de miedo atascado en al garganta.

_ Ya pagué todas mis culpas: La gringa Furch, Gloria “Cara de Ángel” y hasta la “Chata” Carmen, y encima tu desprecio que creo con eso ya fue más que suficiente, primo.

_ No me digas primo, no ensucies mi sangre _ se paró frente a sus narices _, no me importa cuántas veces le has dado vuelta al amor como un buitre, sólo sé que nunca tendrás a Rouss, nunca, porque allí yo estaré para evitarlo, ¿entiendes? Seré tu peor pesadilla.

Y dio media vuelta y se fue por el camino de esteros, bajo el sol del mediodía. Ullon quedó de una pieza, sus orejas habían oído clarito la amenaza final: “Seré tu peor pesadilla”. Vimos al “Mucharisa”, como nunca, largarse sin nada en la boca. Vomitó toda su cólera y no se tragó más su rabia, sus puños se deshicieron lentamente en palmas, es cierto, sus ojos se inundaron de llanto, pero la lava ardiente que le quemaba por años el pecho ya no estaba, sólo señales de humo que se elevaban al cielo. (Ese día entendimos que el “Mucha” sería la sombra del cerdo, adonde fuera éste, allí estaría aquél, esperando como lagarto a su presa, riendo como hiena herida, sí, allí estaría, acechando día y noche y, en el momento menos pensado, ¡fua!, sus zarpas, por la gorda, por Rouss, por todas, por cualquiera, con tal de aguarle al maldito puerco la fiesta, le clavaría hasta el centro.)

Es cierto, Dios, por ellas somos capaces de cualquier cosa, hasta de derrocarte a ti si así nos los pidieran, porque las mujeres son la manzanita de Adán que se quedó atascada en la garganta como una advertencia bíblica que podemos masticarlas, pero no pasarlas, ni con agua ni con saliva.

El Manatí.

LA NOCHE QUE MATARON A PAPANOEL

MEMORIAS DEL MANATÍ


LA NOCHE QUE MATARON A PAPANOEL




I



La puerta y ventana de la casa del viejo Fornaro se encontraron cerradas, una casa que siempre estuvo abierta para todos, y más en esta fecha, era imposible de aceptar: algo había sucedido. Es cierto, desde afuera se veía repleta de guirnaldas y bombillas de colores, pero bien aseguradas. Mientras tanto por calles y plazas sólo se escuchaban villancicos que los niños cantores desentonaban, pidiendo ofrendas para la cena comunal que se haría en nombre de los pobres en la iglesia del Padre Raúl. Mas aquí, en la calle Los Claveles nadie había visto nada, nadie había oído nada, ni siquiera el malicioso rumor de una fugitiva pisada; pero, algunos juraron, que fue pocos minutos antes de las doce que encontraron el cadáver de Don Fornaro tirado, boca arriba, entre el estropicio de su aposento, con los ojos vidriosos directos al techo, muerto de un golpe brutal en el occipital. Para asombro de todos no hubo ruido, ni adentro, ni afuera, que levantara sospecha, la habitación estaba completamente tapiada, la ventana, claveteada y no había rastro por ningún lado del presunto asesino. La policía, por la premura de la hora, y es que faltaba apenas unos cuantos minutos para las doce, resolvió al instante, en cuestión de segundos, que el anciano eremita había resbalado por el apremio del tiempo y muerto a consecuencia de un mal golpe en su propio piso, aunque, cabe decir, el ámbito olía a pólvora cuando hallaron al viejo, pero la víctima no presentaba signos de un agujero humeante de bala alguna, así es que a sus casas, señores, que ya iba a ser media noche y el niño Dios estaba a punto de nacer. Y justo, cuando la gente empezaba a retirarse, llegó el doctor Max Pachi Cholín De Floyd, fatigado, porque había apurado el paso apenas se enteró del lamentable deceso. Al enterarse del atestado policial, pegó el grito al cielo, que cómo era posible que esos incompetentes de los esbirros funjan funciones que no les correspondía, esa es mi labor y yo digo esto es esto y esto otro es esto otro, así es que exigió de inmediato, tómese el tiempo que se tomare, la inspección minuciosa en la necropsia del extinto para indagar de una buena vez las causas de la abrupta y violenta muerte del Papanoel del pueblo.

La navidad no seria tal, nunca más, Dios, si es que tu Papanoel de luenga barba, el viejo Fornaro, ya no saldría a las doce repartiendo regalos a diestra y siniestra sin importar el color de la gente.

¿Quién, Dios, se atrevió a liquidar a este jocundo viejo barbudo que sólo jugaba en serio a ser, cada 24 de diciembre, un emisario tuyo? ¿Quién se atrevió, Dios, a matarnos tempranamente la dichosa fantasía de nuestra infancia?

Esa noche, las campanas de la iglesia no sabemos si tañían a las doce por el nacimiento del niño Dios o la muerte del viejo Fornaro. No hubo bengalas ni cohetecillos, no hubo nada, solo lágrimas furtivas en las miradas, gimoteos de niños y ancianos, y hasta siniestros aullidos del viento y los perros; en señal de duelo se apagaron las luces de colores, se retiraron las guirnaldas y hasta se mandó callar a los niños cantores que deambulaban por calles y plazas. En señal de duelo, la navidad esa noche fue tachada por siempre de nuestro calendario, esa noche no hubo estrellas, ni luciérnagas en las descampadas azoteas; de repente, el doctor Cholín De Floyd sacó, con lágrimas en los ojos, de su empolvado maletín un escalpelo, frente a todos y ante la vista de los incompetentes esbirros procedió con la necroscopia de ley y peló, como quien pela una naranja, el occipital del difunto y con una lupa inmensa, más grande que su testa, descubrió, en presencia de chismosas y fisgones, que el viejo Fornaro había muerto por la cuchillada fulminante de un maldito infarto cerebral. Media hora después, y para no quedar mal ante los ojos de la gente, la policía confirmó las palabras del doctor mostrando en lo alto residuos fatales dentro de la habitación del anciano, por eso el olor a pólvora desde un primer instante.

De pronto, vimos, como nunca, un revoloteo triste de mariposas en vuelo bajo, burbujas de opacos colores que a duras penas flotaban en el aire. La naturaleza esquizofrénica, Dios, nos la anunciaba, sí, se acercaba ella, aunque unas gafas oscuras ocultaban la roja congoja de sus ojos. (La noche a pesar de la pérdida del viejo Fornaro ahora tenía ese viejo pretexto para hacerla masticable: Ella. Hasta la vida misma recobraba sentido si Rouss se paraba en medio de nuestro infortunio.) Ahí estaba ella, linda como siempre, traía entre sus pequeñas manos algunas ofrendas para la cena pascual. Las colocó bajo el abeto de siempre mientras hablaba del viejo Fornaro con el Padre Raúl, lloraba, Dios, al recordarlo con sus negras botas bien puestas y lustradas, lloraba a moco tendido y el corazón se nos estrujaba, se nos empequeñecía cada vez que la veíamos gimoteando al pronunciar balbuceando su nombre, sí, sentíamos morirnos de pena, nos deshacíamos por su dolor, como si nuestro corazón fuese de arena y ella sin darse cuenta siquiera; sin embargo, la mesa comunal fue deshecha para dar paso al sepelio, ahí estaba el viejo Fornaro, tieso, con los ojos abiertos y la nariz taponeada con algodones, el Padre Raúl lloraba al verlo y ahogándonos en lágrimas esperábamos el momento en que el Padre tomara la palabra para hablar que el mundo no se detiene y la vida debe continuar, que todos en algún momento, de cualquier forma lo tendríamos que pasar, y, sabíamos que después de eso haría la señal para darnos todos, por un segundo, el abrazo en nombre del amor y la paz, y , por Dios, que a la sola señal de sus dedos, correríamos primero donde ella a abrazarla hasta exprimirla de amor, el resto no nos importaba, sólo nos interesaba un solo abrazo de ella, aunque ello signifique esperar la vida entera, solo un abrazo lo justificaría todo, hasta la muerte del viejo Fornaro; pero el Padre Raúl nunca dijo esa boca es mía, sólo lloraba y lloraba, mientras nos quedábamos con las ganas y los crespos hechos.



II


Hasta hoy ha quedado esperando sobre la silla de paja el atuendo de Papanoel que usabas viejo Fornaro, aún permanece planchado esperando tu voluminoso cuerpo para recorrer las calles del Pueblo con tu trineo improvisado con ruedas viejas y tablones claveteados, jalados por enormes perros que pululan de hambre por los mercados.

Sabemos que cada 24, a la media noche, vienes a ponerte tu atuendo, porque, de repente, hemos visto prendidas las luces en tu habitación sombría, y sabemos que eres tú, sí, hemos oído el rumor de tus negras botas deambulando a solas hasta el alba; pero, ¿sabes, Fornaro?, hace bastante tiempo que la navidad ha muerto en el Pueblo, desde que ese cohetecillo fatal te reventó del susto el cansado músculo de tu miocardio, desde esa noche, mandamos a sacar de nuestro calendario esa fecha infame y con nuestro propio peculio te hemos erigido, en la entrada del Pueblo, un monumento, en él hay un epitafio que esperamos te guste, dice: “Fornaro, viejo barbudo, nos hiciste creer que Dios te envidiaba y que te llevó de repente sólo por ver si renegábamos de él; pero, en realidad, tú eras Dios y desde hace tiempo deambulabas por el mundo disfrazado del viejo Fornaro y decidiste volver a morir un 24 de diciembre como un forma de protesta sólo porque ese no era el día de tu verdadero cumpleaños”.

Y aquí entre nos, hemos hecho una diminuta réplica de tu estatua de barro con estas manos, y le hemos pedido al Padre Raúl que nos permita ponerlo por mientras en un rinconcito de su iglesia. Mañana mismo iremos a prenderle velas y rogarte, por lo que más quieras, que Rouss, de una vez por todas, sea nuestra. Y por ese sólo milagro juramos que te nombraremos Patrono del Pueblo, más conocido por todos como San Fornaro, el barbudo milagroso, de botas negras.

El Manatí.

EL NOVENO MANDAMIENTO

MEMORIAS DEL MANATÍ


EL NOVENO MANDAMIENTO




I



Desde que ella llegó al Pueblo regando el sándalo de su olor por todos lados, lo alborotó todo. Ya no éramos los mismos de antes y nuestros sueños no volvieron a ser los mismos desde entonces. Hasta la iglesia del Padre Raúl dejó de ser concurrida, sobre todo por hombres, debido a que éstos, idiotizados por el mal de amores, rondaban la casa de Rouss como enamoradizos moscardones.

Esa mañana, reunidos en la plaza del Pueblo, buscábamos, una vez más, la forma de hacerle saber que su olor a sándalo nos embriagaba el alma y que, ebrios de amor, en cualquier momento estábamos a punto de perder los papeles para violentar el capullo rosado de sus labios y robarle, al vuelo, uno solo de sus besos. Jurábamos que esta vez ni ella, ni nadie, podría evitarlo. Y es que lo habíamos intentado todo y todo tan sólo por lograr el milagro de tenerla en frente nuestro, cara a cara, y hablarle de amores a calzón quitado, sí, esa mañana, estábamos todos, menos el Tobi. (Aunque él, en el fondo, sabía de nuestro delirio por Rouss, y es que el amor por ella se nos salía por los poros, pero el gordo se hacía el de la vista gorda.) El sabía que moríamos por ella, que nosotros, los sátrapas, los moscardones insomnes, éramos capaces de todo con tal que su hermana nos corresponda siquiera un poco; sabía que habíamos llamado a su puerta infinidad de veces sólo para que ella saliera y, escondidos tras las malezas del parque, poder verla un instante; sabía también que éramos nosotros los que habían lanzado por su ventana cartitas anónimas de amor escritas en cambuchos suicidas que su mamá de un sopetón los rompió; sabía, además, que nosotros éramos los ‘desadaptados’ que habían pintado todas las paredes del Pueblo con corazones rojos flechados de amor y con el nombre de ella muy junto al nuestro: “Rouss y Yo”, sí, así decía, para que la gente sepa que ella era la razón de nuestra dolorosa existencia, que nosotros éramos los que mandábamos a su casa, a diario, rosas, globos y bombones hasta abarrotarle todas las habitaciones, pasadizos, baños y balcones. Sí, enviábamos tanto que ya ni se podía transitar por la casa, no había espacio, no cabía ni siquiera un pelo, ni el viento, tanto así que, de repente, un día, desde el inodoro, alguien pegó un grito que hizo vibrar todos los vitrales.

_ ¡Basta, carajo, basta! ¡Déjenme cagar tranquila!

Era Doña Otti, que se había pinchado con cientos de espinas sus rollizas posaderas y , encima, se había estreñido con bombones.

Desde entonces, sólo enviábamos acordes de violines y, una que otra vez, conminábamos al viento a ulular insomne nuestro dolor en su ventana; sí, el Tobi lo sabía, sabía incluso que nosotros fuimos los que lanzaron al balcón esa bandada de pájaros cantores el día del cumpleaños de su hermana para que le piaran al oído, temprano por la mañana, “las mañanitas” y, maldita sea, éstos terminaron estrellándose en las lunas, y Rouss, por la bulla del impacto, despertó de un salto, creída que ese ciento de coloridos pájaros miopes y maltrechos que yacían desmayados entre un alboroto de pétalos, vidrios y plumas, era una señal del cielo por el día de su bendito onomástico, pero el Tobi ya se las “olía” y se las “olía” bien: “Son los sátrapas en pos del tierno corazón de mi hermana”, se dijo y salió, hecho un rayo, a buscarnos, pero sólo encontró el polvo de nuestra huida dibujando trazos de una socarrona risita en los aires. El gordo estaba que echaba humo por los hoyos de la nariz, la cólera le había mordido el ceño cruel como un tajo, y sus puños de la rabio trituraban “conejos” de sus dedos. Él, en el fondo, sabía todo lo que habíamos hecho por ella, mas nunca había sido capaz de decirle a su hermana esta boca es mía; pero, esa mañana, al no encontrarnos por ningún lado, y harto ya de nosotros, regresó a su casa y sin reparos le contó todo. Todo. Rouss ahora sabía, por boca de su propio hermano, que nosotros mendigábamos su amor hasta la lástima. Ella, hasta antes de eso, sólo lo intuía, tenía una corazonada, y el gordo ahora le había confirmado sus sospechas. Sospechas que, no sabemos cómo, pero se propaló hasta los oídos de las viejas chismosas del Pueblo, y, el chisme en boca de éstas era como un fósforo en el bosque, todo el Pueblo ya sabía que nosotros andábamos hechos unos locos deambulando las calles en busca de Rouss y dando vueltas alrededor de su casa como buitres muertos de hambre por su amor. Pero sabíamos también que el chisme, en boca de las viejas arpías del Pueblo, era mitad mentira y mitad verdad. Y sabíamos que esa mitad de que amábamos a Rouss hasta la lástima era verdad, lo aceptábamos; pero nunca supimos cuál había sido la otra mitad de sus chismes, sólo sabíamos que el gordo Tobi nos andaba buscando como aguja en un pajar y nosotros nos habíamos hecho humo ante sus ojos.

_ Porque ya estoy harto de sus desmanes _ nos contaron que dijo el gordo muy molesto, y mostraba aviones de papel abollados que llevaban en sus alas estrujadas acrósticos con el bello nombre de su hermana_ , sí, malditos sean, estoy harto de sus insensatos devaneos, harto de sus estúpidas disputas y de la venda inmensa que tienen en sus ojos. No ha nacido varón en el mundo que pueda hacer feliz a mi hermana. ¡No, no ha nacido! El corazón de esos bellacos es un hueco, el alma de ella, una mariposa eterna en vuelo, y nadie, ni ellos, sarta de enamoradizos moscardones, podrá tenerla presa entre sus brazos. Echaba chispas por los ojos y hasta espuma por la boca. Sus cabellos estaban más erizados que de costumbre y rojo de cólera era capaz de cualquier cosa. No, no podíamos caer en sus manos, debíamos evitarlo a toda costa, porque sabíamos que una vez frente a él, el Tobi no entraría en razón, no nos escucharía, sólo buscaría la forma de nacernos polvo. Sabíamos de la fuerza descomunal de sus piernas, un solo golpe de su elefantiásico pie diestro nos descalabraría el salma, así es que habíamos decidido no dejarnos ver por él, pero sí por Rouss, ella tenía que vernos a los ojos y saber que el amor brilla por ella en nuestras pupilas como estrellas, y aun de día.

Cuando la tarde estaba bostezando algunas sombras en el cielo, vino el milagro, sí, como cosa de Dios, de un momento a otro, salió Rouss y su olor a sándolo, indescriptiblemente, lo colmó todo. Caminaba despacio, como una delicada paloma en arrullo, como si de repente no caminase por las empedradas calles del Pueblo, sino por sobre nubes de seda, y su aroma, Dios, aah, su aroma, lo envolvía todo, todo. Tras ella vimos, escondidos entre las malezas, una sombra pequeña y peluda que iba brincando y echando ladridos.

_ ¡”Maya”! ¡”Maya”, no! _ ella reía haciéndole mimos al perro.

Ay, Dios, cómo queríamos ser perros por ese instante. “¿Perro?”, nos miramos sorprendidos. “¡Un perro! ¡Oh, no, un perro!”, y sentimos el dolor de vidrio molido de la angustia en el pecho; pero cómo, diablos, le íbamos a robar el beso tan jurado si ahora ella andaba custodiaba por un pulgoso perro. Sí, maldita sea, cómo, diablos, despistaríamos a ese peludo animal para robarle ese beso tan deseado, ¡cómo, Dios, cómo! Había que ponernos a idear algo, sí una idea, una buena idea. El “Mucharisa”, brazos cruzados, estaba absorto, en la busca de una de sus “brillantes” ideas; el “Pájaro”, como siempre, con los ojos rojos del insomnio, aprovechaba el tiempo para escribir cualquier tontera que según él llamaba poema; “Perro flaco” afinaba un ladrido nuevo para impresionar a Rouss el día que la tenga en frente y le cante sus verdades a los cuatro vientos, a Juan Fallopio se le colgaba la nariz de pura cólera como cucurucho maltrecho, y Ullon, como incienso, expelía un humillo endiablado de sus pies.

De pronto, Dios, la luz de una idea lo resplandeció todo y el alma se nos vino al cuerpo.

_ Ullon, ¿traes puestas las mismas medias de ayer? _ dijo el “Perro flaco”, haciendo un gesto de mal olor frente a ese humo maloliente. Ullon tras esa pregunta miró de reojo a todos, a ver si todos habían parado las orejas  y, la verdad, todos habíamos escuchado, es más, lo olíamos, y Ullon que no sabía donde meter la cara, quería que la tierra ahí mismo se lo tragara, pero:

_ Déjate de cosas y contesta, es por demás que quieres ocultar lo que ya todos saben_ habló el “Pájaro” muy molesto, porque el tiempo apremiaba.

_ Esta bien. Sí, los llevo puestos_ y se los quitó y los puso en las manos del “Mucharisa” _ Ahí tienen, hagan con ellas lo que quieran.

Lo amarramos de un extremo con un hilo delgado y vimos que Rouss ya se acercaba y, casi sin hacer ruido, sin que ella se dé cuenta, lo lanzamos a sus pies y “Maya” había mordido ese anzuelo.

Y Rouss y sus besos serían sólo para nosotros. De repente, ocultos entre las malezas, encapuchados hasta las manos, sentimos que el incauto animal jalaba los calcetines, esperamos pacientemente el sonido de un golpe seco que nos diga que el perro había caído de un desmayo por el olor a pezuñas que era casi letal. Y... ¡pum!, dicho y hecho, cayó, sí, había caído, y salimos raudos a interceptar a Rouss y secuestrarla entre nuestros brazos y decirle al oído: “¡Alto! Esto es un asalto”, y robarle del madero de sus labios un tibio clavo de sus besos; pero, encontramos a “Maya” tirado en la acera y a Rouss con los ojos casi volteados a punto del desmayo.

_ Tenemos que hacer algo _ dijo muy nervioso el narigón del “Hormiguero”.

_ Desháganse de las medias, primero _ advirtió el cerdo _, luego la llevaremos a su casa y diremos la media verdad, que la encontramos en nuestro camino tal como está.

_ Y guardamos la otra mitad que nos compromete _ señaló el “Mucharisa”.

_ Me parece genial, Ullon, pero... ¿y el gordo Tobi? _ preguntó “Perro flaco”.

_ Ya nos preocuparemos de él cuando lo tengamos en frente, ahora déjenme darle un beso aunque sea en la mejilla _ habló el “Pájaro”, extasiado con su aroma a sándalo.

_ No decías que te daba igual si la besabas o no _ sacó el cerdo esa carta bajo la manga.

_ Bueno, viéndola así, dormidita como una virgercinta, acaso no les provoca profanar sólo sus mejillas muchachos _ el ave se defendía a capa y espada.

_ Para que sepan, yo la vi primero y es mía desde el primer día que pisó este Pueblo _ Ullon hablaba rojo, hecho un demonio.

_ Eso dices tú, cerdo infame, ella me pertenece a mí, ya que yo fui el primero que se atrevió a hablarle de amor _ el “Hormiguero” interrumpió groseramente.

_ Ah, no, eso no es nada, para que sepan todos, ella me dio una fotografía suya...acá lo tengo, ¡miren! ... _ el “Perro flaco” sacó de su bolsillo un daguerrotipo de ella, en blanco y negro, y juraba que Rouss con sus propias manos se lo había entregado en muestra de: “ustedes ya imagínense”, dijo.

_ Esto no se va quedar así, jetón _ dijo el “Pájaro” y..._ ¡Rouss despierta, despierta, por favor, Rouss, despierta!

Y decidimos llevarla a su casa, allí hablaría. Tobi no se ‘tragaba’ el cuento de que así la habíamos encontrado: Desmayada en la acera; pero, Doña Otti nos agradeció el gesto e incluso nos permitió pasar a su aposento a verla un instante.

_ Vayan a verla, creo que ya despertó.



“Me las vas a pagar, narigón del demonio; y tú a mí, cerdo infame, calla su tal por cual”, desenvainábamos el acero de nuestras lenguas por el corredor que nos llevaba a su habitación. De repente, se abrió de par en par su puerta y nos derretimos como mantequilla ante el sol de sus ojos, ella nos sonreía, Dios, y olvidamos por completo las disputas, sólo sentíamos que volábamos en su dormitorio, que nos habían crecido alas y sentíamos mariposas revoloteando en nuestro pechos, aaah, el amor nos tenía presos; pero nos sentíamos libres amándola así.

Esa noche rompimos, Dios, el noveno de tus mandamientos: No codiciar. Y, la verdad, la codiciábamos, Dios. Y codiciábamos uno solo de sus besos, sólo uno solo. Y ¿sabes qué? Gracias, porque esa noche, en muestra de agradecimiento por rescatarla de ese abrupto desmayo, nos dio un beso, sólo uno, pero ese uno valió por miles, valió uno de tus cielos, porque desde entonces, Dios, te juro que somos chicos buenos.


El Manatí.

sábado, febrero 19, 2011

EXTRAÑAMOS AL MATADOR

MEMORIAS DEL MANATÍ


EXTRAÑAMOS AL MATADOR



Nadie como él tenía la pierna izquierda más precisa. Sí, nadie como él era el delantero “centro estorbo” por antonomasia. Tenía las cualidades innatas de un fulbitero: salto de doble ritmo, pressing, anticipación, dribling, una endiablada cintura, cabezazo certero y la finta malcriada con su zurda maldita en la superficie de un mosaico; pero, claro, todo a medias. Aunque era todo lo que deseaba tener. Pero, a decir verdad, le bastó la intuición y una pizca de suerte para ser lo que fue: el ídolo de muchedumbres. Sobre todo, Dios, de las muchachas silvestres del Tahuantinsuyo. Peloteros como él, existen pocos y contados, lo digo yo que he visto desfilar por las canchas del pueblo, desde el “Carnicero negro” Juancho Villalobos hasta el “Retacito de genio” Valentín. Y si ganamos las copas que ganamos fue por este hombre. Hombre de pocas palabras, frente amplia y la sonrisa pronta como sus goles: Cesarín Burruchaga. Más conocido en el mundo como el gran “Mucharisa”. Fue el Euclides del fútbol. Yo le vi hacer la chalaca más espectacular que ojos humanos jamás hayan visto, sí, lo vi medir, en segundos, con toda la paciencia del mundo, el espacio de la losa donde iba a caer, luego, a ese mismo espacio, en ese mismo tiempo, meterle una limpiada con la palma de su mano y, como un relámpago, elevarse en el aire, de tres a cinco metros, más o menos, y tirarse de espaldas, como un suicida volatinero, para empalmar el balón con el empeine y ¡GOOOL! Claro, luego teníamos que recogerlo del piso, inconsciente, y llevarlo a su casa vendado como una momia; pero no sólo era un temerario con la pelota, era también un teúrgo, él era capaz de hacer milagros que ponían los pelos de punta del espectador más escéptico, en cualquier momento del encuentro, él era capaz de sacar un “conejo” de sus botines y definir un partido.

Después vino la vorágine e inexplicablemente lo dejamos ir. Los del Equipo del Pueblo nos equivocamos. Pensamos que su partida no nos afectaría en nada y lo reemplazamos con el “Borrico” Jishu De la Cruz, que se esforzaba en dar lo mejor de sí, es cierto, pero eran evidentes sus limitaciones. (Yo hubiera corrido para rogarle al “Mucharisa” que no se vaya, pero hacer eso hubiera sido aceptar, frente a los rivales de toda la vida, que nuestro equipo dependía de él, y me contuve, preferí su silenciosa partida antes que la mofa y el escarnio). Además, él ya había cruzado el río del amor con la seguridad de que en la otra orilla le esperaba la dueña de su abatido corazón: Sarita “colonia” de Tilda, ella ahora era la dueña de su corazón y así lo demostró, jugando para el rival e toda la vida, tan sólo por amor.

Un año después, el equipo rival de toda la vida, Tilda, lo presentó en nómina de titulares. (Era marzo del 94 y una canción estaba de moda: “El Matador”). El rival nos quiso trabajar a la nostalgia pero nos echamos las penas al hombro y salimos a la cancha. Cesarín Burruchaga, alias el “Mucharisa”, todo un caballero, se acercó para el respectivo saludo, cosa que no nos cayó tan mal y le extendimos la mano, pero la guerra estaba declarada y Cesarín Burruchaga era disidente. Por eso tomarnos la foto no, eso sí que no. Era inaceptable, una cosa es la amistad fuera de la cancha y otra la rivalidad en ella, y Cesarín Burruchaga lo sabía, como sabía también que nuestro jugador Dany “Uchita” Velásquez lo marcaría a presión y haría sin reparo alguno, porque por cosas del destino otra vez estaban frente a frente y lo cierto era que una antigua rivalidad los unía otra vez el amor de la Tola; “Tilda” nunca encontró la fórmula para detener nuestras arremetidas. Habían perdido la brújula en pleno encuentro, sus jugadores corrían perdidos en la cancha, deambulaban por el área y reventaban la pelota a donde sea. A los siete minutos ya íbamos uno a cero con gol de Piter “Manotas”, los rivales temerosos de una aplastante goleada abandonaron sus puestos de ataque, (aunque, a decir verdad, nunca atacaron) y se fueron a defenderse con uñas y dientes para no ser goleados. Estábamos diablos, saetas, venenos, pero una jugada fortuita, que no merece más comentarios que sólo decir que Micho alias el “Feto de buitre” y “Mucharisa”, el disidente, hicieron una pared, sin plomada ni escuadra, y nos empataron. Nos dejaban un molesto ardor arañando nuestros oídos al oír a su barra festejando la igualdad. Pocos minutos después, un desborde de Piter “Manotas”, el gordo Tobi que amaga cabecear y el “Pájaro”, el carroñero, siempre al acecho, lo para con el muslo, y, antes de dar un bote, lo empalma y a las redes: 2-1.

El segundo tiempo fue vibrante. “Tilda”, no sabemos de dónde sacó gente, pero hizo entrar a tres zambos que le cambiaron la cara al partido. Desde ese instante fue de poder a poder, de ida y vuelta. Faltando dos minutos para el pitazo final, a “Mucharisa” se le ocurre sacar uno de esos odiosos “conejos” y: “¡Gooolll!” (Fue un violento, pero bien colocado cabezazo, y 2-2).

Ya pasado el tiempo, recién ahora nos enteramos que Cesarín Burrochaga nunca tuvo la intención de cabecear esa pelota, alguien le pasó la voz _ creemos que fue Sarita “Colonia” de Tilda _ él volteó, rápido y violento, y, por esas cosas de la vida, la pelota fue directa a su testa bendita y, al girar, le golpeó preciso en la frente y, como si fuera un cabezazo perfecto, batió a nuestro arquero el “Loro” Lorenzo. Y si no le pasan la voz ni se daba cuenta que la había metido, más estaba guiñándole el ojo a Sarita, haciéndole “piquitos” de lejos y cuidando que no se le desarme el peinadito que estaba estrenando. Desde entonces la barra de “Tilda” lo llamó ”El Matador”, “Matador de ilusiones”, dijo la nuestra, muy dolida, y lo decretaron persona no grata en el pueblo porque nos obligó al alargue y, por último, a los penales: pateó el gordo Tobi y al palo, pateó el “Pájaro” y al palo, vino Piter “Manotas” con un desparpajo tremendo y gol. Bastó ese gol para ganarle a “Tilda”, que perdió el empate en los pies enclenques del “Hormiguero” Juan Fallopio.

Ahora, a pesar que es bastante el tiempo transcurrido, extrañamos al “Matador”, “Si hubiese jugado por nosotros”, pensamos ahora, un “conejo” de sus botines y no hubiera sido necesario ir al alargue, ni mucho menos a los frustantes penales. ¿Dónde estará el Matador? ¡Dónde, Dios! Un “Matador” que extrañamos aún en la nómina titular de nuestros vetustos jugadores.

Dicen que lo han visto deambular por los corredores de un viejo mercado, con la mirada perdida y todos los años encima. Dicen, también, que lo han visto pateando una lata, confundiéndose, quizá con una pelota, en su abrupto delirio, y hablando a solas con las paredes descascaradas de las calles. Flaco, ojeroso, con una barba desperdigada por el mentón partido y completamente desaliñado, pronunciando palabras que parecen ser meros nombres de conocidos: “Oye, Ullon...hey, “Pájaro”... ¡Tobiii!...”, dicen que llama, solito, como un loco, y, lo han visto, riéndose con el viento por los matorrales; Sarita “Colonia” de Tilda parece que no le hizo el milagro del amor y en su desesperación cruzó los linderos de la cordura y perdió la razón. Y es que del amor a la locura hay a penas un paso y parece que Cesarín “Mucharisa” Burruchaga trastabilló y dio ese mal paso al abismo oscuro de la sin razón, del que tal vez nunca regrese, salvo Dios nos haga el milagro y saque el viejo barbudo un “conejo” de su enorme bolsillo y cambie el final de esta historia, como el “Mucharisa” y sus acostumbrados “conejos” cambiaban siempre el final de nuestros partidos y remontábamos el marcador.

El Manatí..

lunes, enero 03, 2011

EL PERRO FLACO DEL HORTELANO

MEMORIAS DEL MANATÍ

EL “PERRO FLACO” DEL HORTELANO

Nunca al cerdo le había inspirado confianza, pero lo aceptó por diplomacia. El paria era alto, pálido y extremadamente enjuto. Lo habíamos observado a escondidas y habíamos sorprendido a sus fúnebres ojos mirando solapadamente a las féminas del Pueblo. Tenía la mala costumbre de mascullar piropos sueltos entre dientes, de desafinar casi en aullidos alguna canción profana al amor y llenarse la boca hablando en perjuicio de otros y, lo peor, lo hacía cuando éstos no estaban. Y lo llamamos “Perro flaco”, sí, así empezamos a llamarlo desde esa vez que llegó al Pueblo como ladrón en la noche y aullaba su pena; Ullon siempre lo miró con desconfianza y, más aún, cada vez que éste merodeaba por los pasadizos de la iglesia del padre Raúl intentando llamar nuestra atención con su miradita de pena, para que le permitiéramos sólo un mendrugo de las largas peroratas que teníamos con las féminas.
_ ¿Sabes? _me dijo, de repente un día, el cerdo_ no me gusta nada ese tal “Perro flaco”. Cada vez que conversamos con una de las chicas ahí está él, dando vueltas como una hiena hambrienta a ver si se nos cae la presa.

Ullon tenía el don de la premonición y casi siempre sus pálpitos daban en el clavo. Pero esta vez no quise poner mis manos al fuego por él y dejé que la lava hirviente de su ira se fuera enfriando con el transcurrir de los días y, poco a poco, fuera aceptando al paria. Para eso le inventé dos o tres historias acerca del tal “Perro flaco”, con el único fin de que lo aceptara, como esa que le dije: “El flaco por algún embrujo se está secando y está como esas almas en pena buscando de la gente un poco de conmiseración”, y mi discurso, increíblemente, humedeció de pena el recio corazón de Ullon y terminó aceptándolo, sí, pero con una sola advertencia, me dijo, que no se meta con Rouss, ella es “mi bobo”, pájaro, o sino seré su peor pesadilla.
Pero, así como el perro vuelve a su vómito, “Perro flaco” volvió al suyo y, encima, mordió la mano que le dio de comer. Se había pasado de la raya y empezó a jugar con fuego. “Perro flaco” a pesar de las advertencias empezó a flirtear, a diestra y siniestra, con todas las chicas que estaban clavadas desde había mucho tiempo en las pupilas de Ullon. El cerdo se sentía amenazado, pero callaba. Quería ver hasta dónde llegaba el pérfido ingrato. Cuando “Perro flaco” estuvo detrás de la pequeña Carmen, Ullon solo se mordió la lengua y no dijo “esta boca es mía”. Cuando “Perro flaco” estuvo con la gringa Furch, Ullon se hizo el de la vista gorda y no dijo “ni chis ni mus”, pero cuando “Perro flaco” puso sus ojos fúnebres en Rouss, Ullon pegó el grito al cielo. (Yo también, pero no se me oyó.) Y ahí recién conocimos la furia de Ullon. “Perro flaco” apeló su inocencia echándole a Rouss toda la culpa, además intentó inculpar a Ullon de amarla en silencio y no hacer nada, porque, según el enjuto desleal, aquel amor que no se propaga como polvo con el viento de nada vale. Ullon no soportó tamaña afrenta, echó chispas por los ojos y le lanzó un iracundo pezuñazo que terminó descalabrando al enclenque. De pronto, como cosa de Dios, pasó Rouss con una lluvia de mariposas de colores en el pelo y desperdigando su olor a sándalo por las calles. Detrás, el “Hormiguero” Juan Fallopio iba a hurtadillas recogiendo las migajas de sus pasos, una a una. Y viendo a ese guiñapo de hombre nos dimos cuenta qué ridículo se nos veía (y es que el amor vuelve idiotas a los hombres), y ella, por más disputas y afrentas que teníamos en honor a su amor, ni con el rabo del ojo nos miraba. No existíamos en su denso universo, éramos una nada, ni siquiera un punto. Y nos quedamos lamiéndonos nuestras heridas y recogiendo los remilgos de nuestro amor hecho tiras.

La verdad, Rouss siempre supo que Ullon moría de una enfermedad crónica mal llamada Amor y que el chinchoso del “Perro flaco” tenía por mala costumbre cumplir estrictamente la dieta del Perro del Hortelano: No comer ni dejar comer. Pero a ella no le importó.

El Manatí.